Se fue sobre una moto. Sólo contra el mundo, dicen. Pero nada así. Murió acompañado del gran amor de su vida, las dos ruedas. Quizás la única que le conoció realmente, porque era donde vivía Joan Garriga. Y así debe recordarse, rodando, al límite. Al mismo que le empujó la vida, sí, pero retrocedan. Vayan a los ochenta, a los circuitos.

Ahí es donde le tienen. El espíritu salvaje de la vieja escuela. "Sé que esto no acabará bien". Lo más repetido del piloto estos días. Pero las mejores palabras que dejó fueron en la pista. 1988, Brasil. España dividida. Rendida. Un mundial de historia jugado a una carta. Se metió lanzado, un rival inesperado el Comecocos. Puro arrojo contra la precisión más certera, la de Sito Pons. Dos estilos y dos aficiones, ambas igual de grandes. La Honda de Pons tenía una aceleración y velocidad muy por delante de la Yamaha de Garriga. La carencia se compensaba en las curvas, donde el chasis del segundo hacia su buen hacer.

Foto: Repsol Media

Y tal era la cosa. Tú me adelantas en recta, pero espérate que mira la sección que viene. Así transcurría. Carenado con carenado. El método utilizado para alternarse ese año en victorias. Inaudito en nuestro país en ese entonces. Pero fue en el circuito brasileño, donde la magia era más palpable que nunca, donde también se acabó. Capricho que acabó con la caída de Garriga. Sin más, adiós. Sito lo tenía fácil, si subía al podio sería campeón. Lo logró y se coronó.

Contaba hace poco el propio Joan, en el documental La última vuelta, que el día que se tomaron la famosa fotografía del número uno en República Checa sabía que iba a ganarle Sito. Instinto. Igual que con el que conducía. Era todo corazón y eso se notaba. Si tenía el día muy pocos podían arrebatárselo. Era un genio innato. Para él sólo existía la victoria, aunque le costara caídas. Un inconformista que, por crudeza de la vida, no pudo dar más de sí. Cuando podía.

Su paso a 500cc fue una llama apagada. No lo hicieron bien en Yamaha. La inferioridad mecánica era más que notoria y no podían estar arriba. Ese palo marcó su primer año en la categoría máxima. Luego estaban sus rivales. Cómo eran. Pilotos o héroes, porque fueron los años dorados, el de las estrellas que hoy veneramos. Su estampa aquí fue la del potencial frustrado. Pero brillan algunas carreras, como Donington Park. Corría el año 1992, Gardner y Rainey estaban al frente. Garriga atrás, con Eddie Lawson, pudiendo verse entre los grandes. Y le ganó. Al fin le sonreía un poco la vida. Su único podio de 500cc.

Pero el mazazo vendría después. Ducados, su sponsor, deja de patrocinarle. No tiene cómo seguir. Todo está ya cerrado. No tiene moto para competir. Marcha a Superbikes, gana las 24 horas de Montjuïc. Pero aquello no era lo suyo... A partir de ahí, todo es negro. No hace falta hablar de esos años, porque ese Garriga no se conoció. Salen a relucir sus deudas cuando la más grande la tenemos nosotros. Ese mítico año, el de 1988, junto con Sito abrió las puertas del motociclismo en España. Sus glorias, nacidas de un esfuerzo sobrehumano, permitieron la creación del Circuito de Cataluña. Habían demostrado con su sudor lo grande que era este deporte. Enorme. Como ellos.

La vida de Joan Garriga empieza y termina con una moto. La descubrió a los doce años, cuando la tomó prestada de su hermano. Tras lo sentido, falsificó la firma de su padre para inscribirse en la competición cuando sólo era un adolescente. Se hizo a sí mismo. Lo dio todo por un amor que no fue correspondido. Oficialmente, al menos, porque llevó el motociclismo cada día. En vena. Como pudo verse en su última escena pública, el World GP Bike Legends. Allí fue rapidísimo. Intenso. Sólo las dos ruedas le entendieron. A través de ellas le recordamos. Hasta siempre, Garriga.

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Sobre el autor
Esperanza Murcia
Amante del Motociclismo. Contándote el arte de las dos ruedas en Vavel.