Enrique Morente, la verdad está en las estrellas
Foto: Manuel Montano.

En los ocasos del 41, en aquellos mapas estelares de la cruda posguerra que se contemplaban desde el Albaicín, el alumbramiento de un niño con estrella y mirada atemporal, asciende por las laderas mágicas de Granada y se aferra a la autenticidad del Sacromonte. La tarde declina y un niño corretea por la cuesta de San Gregorio reconquistando sueños mientras se oye el repiqueteo de las campanas de Santa Isabel. La piedra se derrama en cuestas empinadas que se abren al mundo del arte y la creación, un mapa de luces y sombras se desploma sobre un barrio en el que Enrique Morente crece embelesado por la voz de su madre y cautivado por el sentir cantado de Juanillo el Gitano, Cobitos o la dinastía de los Habichuela. Bebe de las fuentes del conocimiento cantado y se entrega apasionadamente a una búsqueda de la sabiduría popular a través del flamenco más tradicional y ortodoxo. Enrique Morente tiene el barrio en sus entrañas dibujado y entre callejuelas empinadas descubre el misterio de la tradición del arte. El duende se encarna en la figura de Aurelio Sellés (Aurelio de Cádiz), con el que desde el respeto y la admiración, desde la solemnidad y la profundidad, establece el milagro didáctico y conciliador de la transmisión oral.

Enrique comunica la diversidad de los mundos del arte, fusiona, conecta e innova, demuestra que en la mezcla y el mestizaje del arte se encuentra la vida nueva. Y una vida nueva fue a buscar a Madrid aquel Seise de la Catedral de Granada. Con tan solo quince años se lanza a la aventura de su vida y aprende de maestros como Pepe de la Matrona o Sernita de Jerez, voces que le llevan a lugares increíbles y roquedos afilados de inspiración. Descubre la magia del cante, la poderosa presencia de las tesituras altísimas y la mágica conexión del duende en una octava baja, pues todo depende de la expresión e inspiración del cantaor. Es contratado en el tablao las Cuevas de Nemesio de Madrid, pero el prestigio de Enrique entre los profesionales flamencos crece considerablemente cuando entra a formar parte del elenco de artistas de Zambra, toda una cátedra flamencológica. Para Don Enrique, el flamenco es pura fusión, fusión de músicas, expresiones y razas, pues el cante tiene el sonido de muchos sitios. Y para dar ejemplo de ello emerge su brillante discografía, una vida dedicada por entero a su amada profesión.

Sus comienzos clásicos con “Cante Flamenco” y “Cantes Antiguos del Flamenco”, junto a los guitarristas Félix de Utrera y Niño Ricardo, contrastan con la que fue una carrera de búsqueda por la fusión, renovación y recreación. En “Homenaje Flamenco a Miguel Hernández” deja entrever su disconformidad con la corriente de la época, con “Se hace camino al andar” expresa claramente su intención de romper con lo establecido. Morente buscaba la sorpresa, la expresión de artistas de habla castellana que donaron sus versos al sentir popular. En la improvisación y la sorpresa encontró la veta de inspiración de la que fluyó una sublime interpretación que abrumó y levantó el bello al aficionado. Las nanas y el romance abrazan al flamenco, la concepción artística de Morente representa un acto de absoluta libertad, en “Homenaje a Don Antonio Chacón” el flamenco encuentra a una de las más brillantes obras del último tercio del siglo XX. Enrique siempre expresó que por encima de todo quiso dejar la imagen de buen aficionado, y en esta recuperación de la memoria histórica de un gran olvidado como Chacón lo demostró sobradamente. Pepe Habichuela le acompaña primorosamente a la guitarra y la obra de altos vuelos del alma queda para siempre y como obra maestra del emperador flamenco del Albaicín.

La música sin sentimiento es brocal de pozo sin alma y Enrique le puso toda el alma a cada nota que salió de su primorosa garganta

Bulerías, tientos, resbalan por su garganta y conectan con un corazón que late por granainas, su sangre circula por fandangos, sus pulmones respiran por tangos y sus ojos hablan por alegrías, pues es la vida para Morente una taranta cuyas llamas llegan al cielo. La música sin sentimiento es brocal de pozo sin alma y Enrique le puso toda el alma a cada nota que salió de su primorosa garganta, de esa expresión máxima del cante que se produce cuando se une la voz del flamenco y el sonido de la guitarra. Autodidacta, Don Enrique alcanzó la esencia, el grial de afinación, expresión y tiempo rítmico entre su voz y las seis espadas de cuerda que lloran como el agua.

En la fuente de la amapola Enrique bebe el arte de Granada, que le entrega el pentagrama mágico de sus estrechas y empinadas calles perfumadas de jazmín, extasiado por aquella inspiración crea “Despegando”, una nueva obra con la que emprende el vuelo creativo de un artista que juega con la ortodoxia y la heterodoxia, la tradición y la evolución. “Sacromonte”, “Morente-Sabicas”, “Misa Flamenca”, “Negra si tú supieras”, “Allegro Soleá y Fantasía de Cante Jondo”, “Omega”, “Morente-Lorca”, quedan como legado de creación y enseñanza para una saga familiar que brilla con la elegancia de Estrella, hija mayor del genio de Granada.

No se concibe a los Morente sin Lorca, ni a Enrique sin Estrella, emperador del flamenco que quedó atrapado por la poesía y el arte de Federico. Pues Enrique Morente, que aprendió a leer con las viejas novelas del oeste y los poemas de Federico, cantó con la jondura de los cantaores de la vieja escuela, pero con la libertad del poeta. Cantaor del verso y la metáfora, de un corolario diverso de artistas que demostraron una sensibilidad especial para crear, como Pablo Picasso, a cuya faceta poética puso voz y duende en su última obra, “Pablo de Málaga”. En su incesante búsqueda recreativa, innovadora y revolucionaria, el bastión de los Morente llegó a interpretar a un músico, poeta y trovador como Antonio Vega. Los sonidos antiguos y nuevos de Enrique Morente se cuelan por las rendijas de una vieja ventana del Albaicín, en el interior de aquella vivienda el cante impregna de verdad paredes que recogen las andanzas y avatares de personajes estelares, que dejaron su impronta creativa en un barrio universal. Un barrio de verdad que dio al mundo un buen ramillete de albayzineros, cuyo punto y aparte dio comienzo a leyenda del cante, el baile, la pintura y literatura.

El arte nos salva de todo, nos tiende una mano y nos da aliento fresco

El arte nos salva de todo, nos tiende una mano y nos da aliento fresco, eso defendía Morente, que soñó la Alhambra. Sentado o de pie según que cante, Enrique contribuyó a ponerle nombre y diferencia a la genialidad albayzinera, pues basta un pequeño repaso histórico para comprobar con datos empíricos y evidentes que al nacer en aquel pequeño rincón se nace diferente. Y en aquel rincón nació uno de los grandes revolucionarios del flamenco, agitador de almas atravesadas por la jondura, justeza y templanza de un sublime cantaor que en 1994 recibió el Premio Nacional de Música de 1994, la primera ocasión en que este galardón recayó en un cantaor de flamenco.

Como cantaba Sabina, la liturgia del escalofrío recorre nuestro cuerpo cuando Enrique hurga en la herida con una voz que gana pulsos al paso del tiempo y despega hacia la eternidad. Y en aquella eternidad en la que vuela libre encontró la estrella guía de la verdad, astro que alumbró su camino, metió en su pecho y veneró. Pues para los Morente, Aurora, Enrique, Solea y Estrella, son habaneras imposibles y una guitarra lorquiana que versa la aurora, la emoción y el orgullo por un maestro, la rabia por un marido y un padre que de un día para otro se marchó. Un recuerdo desgarrado que hoy es serena conciencia de una evidencia reclamada que se abalanza y les atropella, cantada a los cuatro vientos por un poeta que llora una verdad que sigue estando en las estrellas.

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