República, monarquía y democracia
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¿Qué supuso el advenimiento de la Segunda República para España? Es posible contestar con una sola palabra: modernidad. El país, casi por primera vez en su historia, lideraba el cambio político en Europa. No obstante, esto no lo convierte necesariamente en algo bueno, tampoco en algo malo, pero indudablemente era progreso. Aquella “tierra de conejos”, como la conocían los antiguos romanos, abandonó de un plumazo sus regímenes autocráticos y basados en el turno, para apostar por un régimen liberal representativo homologable al del resto de países europeos avanzados.

Sin embargo, un movimiento tan ambicioso como este, no pudo lidiar con las trabas que le impusieron las condiciones de su época: luchas de clases; un ambiente europeo de carácter prebélico; y el hecho de que los sectores conservadores, tradicionalmente detentores del poder, no se conformaron con el nuevo papel pasivo. El resultado es conocido por todos nosotros. Ahora bien, más allá de románticas reminiscencias, ¿qué reflexiones se pueden hacer en torno a la república, en España, actualmente?

En un primer momento, la monarquía y la república, aceptan como principio político válido la representación, aunque ambos sistemas buscan legitimarse de distinta manera. La monarquía clásica defendía que el poder emanaba de Dios, y éste gobernaba a través de su representante en la Tierra (el rey). No obstante, la monarquía actual no puede sostener el mismo principio legitimador, así que en torno a ella se ha tejido un farragoso edificio legitimador. En cambio, desde que irrumpieron en escena las revoluciones americana y francesa, la legitimación ha pasado a depender exclusivamente de la elección. En este sentido, la teoría política del siglo XVIII y XIX no deja lugar a dudas: un representante se entiende legítimo en tanto en cuento ha sido elegido por la mayoría.

Pese a ello, se buscan continuamente nuevos caminos para legitimar la monarquía. Por esa razón, es habitual escuchar argumentos como que la monarquía puede ser más barata que una República; que el monarca por ser alguien ajeno al gobierno es más objetivo; o que la monarquía puede ser más eficiente, etc. ¿Qué carencias presentan razonamientos como estos? Primeramente, no atienden a rasgos democráticos, sino prácticos, lo que solamente debería servir para legitimar actuaciones empresariales. En segundo lugar, si se persiste en esta tónica, se puede argüir la evidente ruptura de la “isonomía” que presenta la forma monárquica de gobierno, ya que el rey no tiene responsabilidad alguna de sus actos; ni existe una transparencia equiparable a otros órganos políticos; ni tampoco permite a cualquier ciudadano poder ser jefe de Estado.

Quizá, por lo relatado hasta el momento, en España particularmente también se buscó la legitimación personal. Ello implicó la construcción de un relato en el que Juan Carlos I trajo la democracia a España, y evitó el golpe de Estado del 23 – F, lo que le legitima para ser el jefe de Estado. Más allá de esos hechos, el problema que presenta esta “legitimación por méritos”, es que sus sucesores pueden no tenerla, y este tipo de legitimación es difícil que, como el trono, sea también heredable. De modo que, el otro intento de legitimación más conocido de la monarquía española es recurrir a que la constitución fue aprobada por votación popular. Ahora bien, este recurso no deja de ser algo torticero, puesto que la monarquía no se votó separada del resto del texto legal (bastante extenso). Asimismo, se infundó cierto temor artificial en la ciudadanía para conseguir aprobar esta constitución. Sin embargo, y aunque se aceptara esa premisa, es conocido que no puede haber una legitimación eterna que obligue al resto de generaciones venideras.

Ante este panorama, ¿cómo se legitima actualmente una república? Es muy sencillo: la población elige a su jefe de Estado, y éste cuenta con el respaldo de la mayoría de sus conciudadanos. Esta fórmula es clara y concisa, y no exige malabarismos legitimadores de ningún tipo. Ahora bien, en puridad ninguna de las dos formas de gobierno es per se democrática, aunque la república se encuentre más cercana a la misma. La democracia exige división de poderes por un lado, y participación de la ciudadanía en los asuntos políticos por otro. De aquí, nace la necesidad de observar el funcionamiento de las repúblicas de la antigüedad, para aprender los rasgos de la auténtica democracia, ya que éstas supieron conciliar eficiencia política y democracia.

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