¿Por qué?
Fotos: www.dragondigital.es

Volvía otra vez al comedor social del Carmen tras mi primera experiencia de voluntario hace unos meses. Ese mismo día, supuestamente, era especial. Por la noche iban a venir lo Reyes Magos y dejar sus regalos a todo aquel que lo mereciera. Sin embargo, para las personas que acudían habitualmente al comedor era un simple días más.

No puedo ni llegar a imaginar vivir en una situación así. Te levantas al día siguiente, 6 de enero, día de Reyes, día de pseudo-felicidad material. No puedo ni pensar lo que sentiría al ver a los niños jugando con los regalos de los Reyes, jóvenes presumiendo de nuevo aparato tecnológico (Iphone, Tablet, o lo que sea), mientras tú has pasado una noche en un cajero, con mucho frío y con tu casa a cuestas, mientras el único regalo que recibes de esas personas “agraciadas” es la usual indiferencia absoluta que no hace más que alargar tu sufrimiento y desidia. Lo mismo que todos los días cuando te sientas en una esquina a mendigar, obteniendo más miradas marginadoras y excluyentes que compasión y comprensión.

Bueno, a lo que íbamos. En mi segundo día de voluntario en el comedor, volví a ver a una gran variedad de personas: españoles, extranjeros, jóvenes, ancianos, personas de mediana edad… Pero por desgracia, esa heterogeneidad de seres humanos tenían varios puntos en común: la pobreza y la exclusión social. La primera vez experimenté ciertos sentimientos de culpabilidad por todo lo que observé cuando estrené el voluntariado. Sin embargo, ayer ese sentimiento llegó a un grado extremo.

De nuevo me tocó estar en la barra sirviendo junto a otra voluntaria más y las cocineras; dar las bolsitas para que, todo el que quisiera, guardara algunos alimentos y se los llevara para poder comer algo hasta la noche; a la par que servía el café a todo aquel que había acabado de comer. Pero nada más empezar a entrar las primeras personas al comedor, una me llamó especialmente la atención.

Se trataba de un joven como yo, de alrededor de 20 años. Por sus rasgos y su acento al dar las gracias, parecía proceder de algún país sudamericano. Nada más verlo, me ocurrió algo que pocas veces, o casi nunca, me había sucedido: me vi a mí mismo. Experimenté al cien por cien lo que es la empatía. Pero esa empatía me hizo sentir demasiado culpable, como jamás me había sentido.

Delante tenía una persona como yo, de la misma edad, pero viviendo en condiciones totalmente diferentes. La barra donde servíamos la comida, aparte de separar al servidor del servido, esta vez, separó las clases sociales, los privilegios de un individuo y de otro, la suerte, el mundo que permitimos. Por un lado, un chaval voluntario (eso está bien, supuestamente), pero que siempre ha tenido lo que deseaba, nunca le ha faltado de nada; llegaba a casa y tenía la comida hecha y servida. Un chaval que muchas veces ha gastado el dinero de una forma innecesaria. Un chaval que se permite ir a una universidad privada por no haber estudiado lo suficiente y no poder acceder a la pública. Un chaval que muchas veces se ha quejado de cosas superficiales. Un chaval que en muchas ocasiones ha actuado como un maldito hipócrita y nunca ha llegado a valorar lo que tiene. Un chaval que peca de pereza, dejando las cosas pasar; incluso permitiéndose suspender una asignatura a la ligera después de que sus padres le hayan regalado el sueño de su vida y estén pagando un pastizal por ello, poniendo en juego hasta su propio pellejo.

Y enfrente, otro chaval joven, del cual no conocemos absolutamente nada. Lo único que sabemos es que se ha visto obligado a comer en un comedor social, por las circunstancias que sean. ¿Y si se fue de su país para buscar trabajo y ayudar a su familia pero se encuentra viviendo en unas condiciones pésimas, indignas para cualquier ser humano? ¿Y si vive aquí con su familia, pero para que sus padres y hermanos puedan comer se ve obligado a acudir al comedor? ¿Y si necesita más ayuda, además de la material y de la alimentaria?

Lo que más me sorprendió fue su sonrisa, su amabilidad y su agradecimiento. ¿Cómo es posible que, una persona que quizá no haya tenido las mismas oportunidades que tú, que has nacido ya con un estatus social privilegiado, te esté dando las gracias por, simplemente, echar unas horas en un comedor social? Sinceramente, me llegó al alma. Tuve que tragar como pude mis remordimientos para después, y seguir sirviendo y sonriendo al resto de personas.

Pero ese tipo de situaciones te hacen preguntarte demasiadas cosas. ¿Por qué yo he nacido donde he nacido, tengo lo que tengo, y él no? ¿Por qué yo soy un maldito privilegiado, y él no? ¿Por qué él no tiene derecho a comer con un trozo de pan crujiente y decente, en lugar de la piedra del día anterior, y yo sí? ¿Es normal la enorme diferencia entre una clase social y otra? ¿Por qué yo tengo lo que tengo y él no tiene nada?

¿Por qué hemos llegado a ver como normal e inevitable la pobreza, si es un problema originado por nosotros mismos? Y estas preguntas se hacen extensibles al resto de individuos. Hace poco escuché una canción de Macklemore (City don´t sleep) en la que dice que hemos llegado a un momento en el que consideramos a los vagabundos como parte del paisaje. Pues, ¿por qué hemos de aceptar que haya personas que se vean obligadas a comer gracias a la caridad y la beneficencia? ¿Por qué una de estas personas tiene que guardarse el segundo plato en una bolsita de plástico que le di para poder comer algo de cenar? ¿Por qué vemos como normal que unas personas posean mucho más que otras? ¿Por qué vemos como natural esta marginación de una parte de la sociedad a otra, siendo que todos tenemos los mismos derechos? ¿Por qué muchos de nosotros colaboramos diariamente a la perpetuación de la pobreza y de la exclusión de seres humanos a través de nuestra indiferencia? ¿Por qué no vamos a la raíz del problema, en lugar de ponerle parches continuamente?

En este día de Reyes, cuando me levante, abriré lo que sus majestades me hayan traído (espero que si me han traído algo, simplemente sea un libro o algo que verdaderamente necesite). Y, mientras lo abra, inevitablemente, volveré a sentirme culpable acordándome de todas esas personas que apenas tienen nada. El único regalo que recibirán ellos será poder ir al comedor de nuevo y saborear ese pedrusco que hacen llamar pan y nuestras sobras, como si de perros se tratara.

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