Novak Djokovic y Andy Murray son rivales en prácticamente todo. Lo son, esencialmente, porque pertenecen a la misma generación, la de 1987. Desde hace ya más de un lustro, tanto el serbio como el escocés navegan por el circuito ATP conscientes de su propia realidad. Junto a Roger Federer y Rafael Nadal, han formado un cuarteto de cuerda tan contrastado como lleno de belleza e historia. Sobre todo historia. Djokovic y Murray son rivales en carácter. El tenista de Belgrado es todo expresividad. Y también inteligencia. Dos cualidades que, conjugadas, pueden dar mucho de sí a la hora de desconcentrar a tu rival. Se podría decir que Novak Djokovic es el jugador con una mayor inteligencia emocional del circuito, y que ello, aunado a su talento, lo ha llevado a romper récords. Por su parte, Murray es frialdad. El tenista de Dunblane calcula los tiempos de cada encuentro y desquicia a cualquier rival. O a casi cualquiera. Son polos opuestos.

Desde su primer enfrentamiento, allá por el año 2006 en el Masters de Madrid, cuando ninguno de los dos había alcanzado aún la veintena, balcánico y británico se habían cruzado en un total de 22 ocasiones. Quince victorias para Djokovic, ocho para Murray. Especialmente dolorosas para el serbio habían sido la final de Wimbledon de 2013, la del US Open en 2012 o la de las semifinales de los J.J.O.O. de Londres. Sin embargo, había tenido tiempo de sobra para redimirse. Y, llegados ambos a la final del Open de Australia que abre a lo grande este 2015, tocaba reanudar la batalla.

Con Federer caído por sorpresa de forma precipitada y Nadal luchando por recuperarse todavía de sus problemas físicos, la lógica dictaba que se diese este encuentro en la final, con el permiso del campeón defensor, Stan Wawrinka, derrotado con honores por Djokovic en semifinales, y de los jóvenes valores como Kei Nishikori, Milos Raonic o Grigor Dimitrov, quienes demostraron que el camino, para ellos, todavía acaba de comenzar. Sorpresa relativa había sido la de Tomas Berdych, tenista checo habitual en las rondas finales pero que, en este primer Grand Slam de 2015, se mostraba desatado. Sin embargo, la furia contenida de Andy Murray era capaz de detener a su espigado adversario en la otra semifinal del torneo.

Las mismas miradas

Tras todo el preámbulo, allí estaban ambos. Sobre el cemento azul celeste del Rod Laver Arena. Un cubículo que rememora la sombra alargada de uno de los tenistas con más historia. Djokovic, con su sonrisa eterna dibujada en su rostro, aunque por dentro ejerciendo el papel que le corresponde: el de un número uno que salta a la pista a defender su corona en un ejercicio de plena concentración. Murray, con una mirada en la que la única lectura que cabe es la de la ambición sin límites, la de la dedicación y la de la focalización en un único objetivo: batir a su eterno rival en un territorio en el que éste ya lo había superado en tres ocasiones.

Sus manos, cálidas por el roce del grip y por la intensidad del momento, se estrechaban momentos antes del arranque del encuentro. El sol brillaba en Melbourne. El primer Grand Slam del año estaba en juego, y, con él, los primeros 2000 puntos que contribuirían de forma efectiva en la carrera hacia la Copa Masters. Puesto que ninguno de los dos había alcanzado la final el año anterior, este domingo en Australia no había nada que perder. Sólo el honor de ser campeón, de vestirse de gala y besar el trofeo. Djokovic vestía a conjunto con el color de la pista, mientras Murray lo hacía con su azul oscuro habitual: sencillo, discreto, británico.

Las miradas entre ambos eran constantes y se advertían de lo que a continuación iba a suceder. Las toallas, empapadas en sudor, se apoyaban sobre los bancos y los dos protagonistas saltaban al rectángulo simétrico para batirse en duelo a distancia. Las pelotas empezaban a volar y el partido daba comienzo. La batalla era encarnizada. Peloteos eternos, sumados a una nómina de errores casi imperceptible, convertían al partido en un continuo tanteo de aspiraciones. Novak Djokovic, como era de esperar, llevaba la iniciativa en su raqueta. Movía a Murray con suavidad, mostrando sólo una pequeña parte de su baraja, mientras su rival se defendía en el fondo de la pista de forma holgada, sin exprimirse tampoco al máximo. Ninguna de las dos estrellas estaba dispuesta a dar un paso en falso antes que su rival.

Pese a todo, los breaks no tardaron en llegar. Lo hacían por ambos lados. Uno y otros se los devolvían, como si fuese la propia pelota que navegaba por el cielo de Melbourne. Y así llegaba al desempate. Un tie-break sumamente simbólico con respecto a lo que acababa de suceder sobre la pista. Simbolizaba el miedo a perder más que el ansia por ganar. Una vez llegados a ese punto, ambos sabían que la suerte jugaría un papel clave. Y en esta ocasión cayó del lado del favorito. Djokovic se apuntaba el primer set por un ajustadísimo 7-6, tras un set de pelea mortífera que se había prolongado durante más de una hora.

La impotencia de la batalla

El segundo set se iba a presentar como un calco del primero. Djokovic dominaba en los peloteos largos, moviendo a Murray cada vez con mayor velocidad. Por su parte, el escocés se aprovechaba de los golpes más potentes de su adversario, haciendo gala de una de sus mayores virtudes: la de contraatacador contrastado. De nuevo, dos breaks caían de cada lado, en un atisbo de infinidad para un encuentro que parecía destinado a ser eterno. Una hora más avanzaba en el cronómetro. Y de nuevo el desempate. Otro tie-break. Y otra vez la suerte siendo una invitada de honor. Esta vez, decidía aliarse con el guerrero de Dunblane. Andy Murray demostraba que había vuelto de su larga lesión para quedarse, y se aferraba a la pista en base a passing shots desbocados, servicios imparables y un carácter indómito y lleno de rabia.

El encuentro partía de cero cuando el tercer set aparecía en el horizonte después de más de dos horas y media de batalla encarnizada. Nadie, por aquel entonces, se habría atrevido a vaticinar que apenas una hora después el Open de Australia ya tendría campeón. Pero Novak Djokovic se había reservado. Había reservado su explosión tenística. La primera mitad del parcial fue un simulacro de imitación de los dos anteriores. Cada tenista se adjudicaba un nuevo break en su casillero, pero en el momento en que el serbio lograba el segundo, todos los asistentes se percataron de que no era, ni por asomo, una rotura más.

La seriedad cobró protagonismo en ese momento. Novak Djokovic comenzó a desempeñar su mejor tenis, a domar a Murray sin compasión. De esta forma mantuvo su saque y se agenció el parcial por un 6-3 que indicaba, cuanto menos, que las cosas comenzaban a cambiar. La manga había durado 40 minutos, en lo que significaba una notoria reducción del tiempo necesario para batirse entre ellos. Djokovic había roto la balanza y lo sabía. Propietario de esta consciencia titánica, avanzaba sobre el cemento azul, sin titubeos, hundiendo más y más al británico, que se veía obligado ya a correr de lado a lado de la pista siguiendo los movimientos del serbio como si de un director de orquesta se tratase.

De nuevo el rey

Djokovic había decidido que el partido había terminado. Su servicio en el cuarto set era un arma infalible, mientras que al resto apenas concedía oportunidades a un Murray que se esforzaba, sin éxito, por devolver cada misil que el tenista balcánico enviaba al otro lado de la red. El número uno mundial, que hasta entonces había sufrido para atravesar el grueso de la tormenta, veía cómo las nubes comenzaban a despejarse y no iba a conceder un respiro al temporal. Djokovic desplegó el grueso de sus recursos, variando en calidad y cantidad sus golpes, y sacando por completo a Murray de su ritmo de partido. Tres breaks en tres oportunidades servían al jugador de Belgrado para servirse un rosco y cerrar el torneo. Uno más.

Con el marcador fijado en aquel 7-6, 6-7, 6-3 y 6-0, Novak Djokovic alzaba los brazos sobre la pista ardiente más carismática del hemisferio sur. Volvía a ser el rey de Australia tras ceder su corona a Wawrinka en 2014. Volvía a imponerse en el duelo generacional más recurrente. Volvía a recordar al universo tenístico quién es el número uno del planeta. Y lo hacía sonriendo, como es habitual, sin perder ese carácter extrovertido que tanto le ayuda a desarrollar su talento con la raqueta. El Rod Laver Arena, hogar de héroes, encumbraba a la más reciente leyenda por quinta vez.

Una leyenda que suma 49 títulos y se coloca a sólo nueve de acceder al top 10 histórico, cuyo límite marca actualmente el rumano Ilie Nastase con 58. Suma, además, su octavo Grand Slam, igualando así a tres leyendas como Jimmy Connors, Ivan Lendl y Andre Agassi, y situándose sólo por debajo de Roger Federer, Pete Sampras, Rafael Nadal y Björn Borg. Y también se convierte, con cinco títulos, en el tenista que más veces se ha proclamado campeón en el más reciente Grand Slam. Se transforma, de forma inconfundible, en el rey transoceánico.