Decía Diego Pablo Simeone que "si se cree y se trabaja, se puede". Andy Murray ha aplicado esta máxima "cholista" a su tenis y parece que los resultados comienzan a llegar. En apenas quince días, el de Dunblane ha añadido a sus vitrinas sus dos primeros títulos sobre la superficie que hasta entonces había sido su "talón de aquiles", como la Kryptonita para Superman. 

Múnich y Madrid han sido testigos de una regeneración, de un nuevo Andy Murray. Su matrimonio con Kim Sears parece haberle aportado la estabilidad necesaria para apuntalar una madurez que lleva gestándose desde finales de la pasada temporada y que empieza a trasladarse a las pistas.

Un fenómeno inexplicable

 Ni los "gurús" del tenis podían explicarse la debilidad del escocés sobre la arcilla. Analizando las características de Andy, "bestia defensiva" y, posiblemente, el mejor recuperador del circuito, la tierra batida debería ser una superficie que se amoldase perfectamente a su juego.

Más allá de esta conclusión, hasta el momento era habitual ver a Murray caer en las primeras rondas de los torneos "terrícolas", a pesar de algunos buenos resultados, como las semifinales en Roland Garros en 2011 y 2014. Teniendo en cuenta que la temporada de tierra es fundamental, pues solo entre Masters 1000 y Grand Slam, reparte 5000 puntos, este "handicap" suponía para Andy un gran lastre en el ranking.

Wimbledon lo cambió todo

Desde que aquel joven británico indolente y de pelo rizado comenzase a deslumbrar en las pistas de todo el mundo, un pueblo entero depositó todas sus ilusiones en sus hombros. 

Hablamos de los británicos, inventores del tenis y huérfanos de un ídolo local desde que Fred Perry colgase la raqueta a finales de los años 30.

Ganar Wimbledon era para Murray más que un objetivo una necesidad. La presión de un país enteró fue demasiado peso para un Andy que año tras año veía como el tren del All England Tennis Club zarpaba sin él a bordo. 

Pero todo cambió en 2013. En aquella ocasión tuve la oportunidad de seguir el torneo desde Inglaterra y ya desde el primer partido se percibía algo diferente en el ambiente. Cada vez que Andy Murray saltaba a la pista no lo hacía solo, con él estaban los millones y millones de seguidores británicos, ansiosos de que la hierba de Wimbledon volviese a sentirse británica 77 años después. Esta vez el público londinense pasó de ser un lastre a ser pieza clave para el triunfo del escocés, en una final en la que Andy rozó la perfección tenística para tocar con los dedos el cielo de una vez por todas.

La confianza que esta hazaña aportó a Murray, en un principio se tradujo en conformismo, pero sumada a la madurez de la que hablabamos antes, hacen de Murricane un nuevo jugador, mucho más peligroso y capaz de absolutamente todo.

Un trabajo de equipo

El éxito de Murray sobre la arcilla no es fruto de un día. El británico lleva años trabajando su punto débil y es ahora cuando parece haberlo destruido. Sin embargo, sería injusto adjudicar todo el mérito actual a su entrenadora actual, la ex tenista francesa Amélie Mauresmo.

El trabajo específico del escocés sobre la tierra batida empezó en 2008, momento en el que contrató los servicios de Alex Corretja con el fin de mejorar su tenis sobre el polvo de ladrillo. A pesar de que en los tres años de relación laboral los resultados no fueron los esperados, no cabe duda de que Alex pusó las bases. Unas bases que Ivan Lendl supo moldear a las mil maravillas. El remate final de ese potente producto llamado "Andy Murray" ha corrido a cargo de Mauresmo. La francesa ha sabido marcar magistralmente las pautas a seguir a un Murray que durante las últimas semanas estuvo entrenando sin descanso sobre la tierra batida de la Ciudad Condal.

La victoria en Madrid supone la confirmación de que el nuevo Andy Murray ya está en marcha. Si mantiene este nivel en la arcilla romana y, sobre todo, en la parisina, quién sabe donde puede estar el límite de este jugador. Un jugador que quiere amenazar la tiranía serbia de Novak Djokovic, que hasta ayer se preveía larga e incuestionable.