Es el pánico el que decide el partido. En los cuartos de final del Masters 1000 de Madrid, David Ferrer se mide a un escenario de puñales afilados. Ante Rafael Nadal, su bestia más temible (0-14 en los precedentes sobre tierra desde 2004), enseña los colmillos como pocas veces. Es él quien controla la situación en el albero. Quien grita y se desgañita. Está a un paso de otear la victoria, pero todo se desvanece en un suspiro. Con todo a su disposición (4-6, 5-6 y 15-30), el alicantino se derrite en un remate plácido. Se colapsa ante la oportunidad de romper un maleficio que parece eterno. Y muere asustado para abrir la puerta de las semifinales (4-6, 7-6(3) y 6-0) a un Nadal inexpugnable. A ese maestro de la supervivencia.

“David ha merecido más que yo llegar a semifinales”, cuenta el campeón de 11 grandes, que disputará este sábado sus séptimas semifinales del año de tantos torneos. “Ha sido un partido muy disputado, pero así es el deporte. Por suerte he podido devolver esa bola con 5-6 y 15-30 en el segundo set y luego él se ha venido abajo. Lo siento mucho por David porque es uno de mis mejores amigos del circuito”, prosigue en declaraciones concedias a LaSexta.

Por momentos, es un duelo vibrante. Es Ferrer quien manda, quien ruge. Su propuesta se transforma a tenor de los precedentes: a diferencia de los choques a ritmo que acostumbran, el de Jávea desplaza la discusión a la zona del revés de su rival, que en ningún momento aprueba el cambio de escaleta. De hecho, compite con la raqueta rota en mil pedazos (apenas suma el 8% de puntos con segundos saques). Para Ferrer se trata de un ahora o nunca. Atento a la oportunidad, arranca con fuego (1-3), sobrado de ideas y recursos. Ya sea en la red o desde el fondo de la pista, el número 4 del mundo siempre tiene la última palabra. Si Nadal recupera el aliento ('break' para 3-4), rápidamente escapa airoso. Si el ogro de la tierra le exige una volea imposible, allí donde tanto tuerce el gesto, la ejecuta con tacto milimétrico para cerrar la primera manga (la primera que le roba en arcilla desde la final Barcelona en 2008). Una apisonadora.

“¡Vamos Rafa!”, clama la grada. “¡Vamos David!", responde seguidamente con el mismo empeño. El partido traspasa dimensiones. De la pista al cielo. Del cielo, a los corazones. Se espera una reacción por parte del siete veces campeón de Roland Garros y ésta no tarda en llegar (ruptura para el 2-1). Pero no se la gana. Ni la merece. Nadal está mutilado de pies a cabeza, sobreviendo a base de chispazos. Sin sensibilidad en una raqueta que dispara tantos disparates (37 errores no forzados) como golpes de genio (38 ganadores).

Pero ni siquiera a un paso del cataclismo (5-6 y 15-30 adverso) se amedrenta. No este Nadal que maneja argumentos grabados en sólida piedra. Hastiado de bailar con la parca, lleva el encuentro al terreno de las sensaciones. Y allí, en el lugar en el que los demonios defenden su causa, sobrevive como sólo lo hacen los elegidos. Alarga el debate al desempate y enfila el pasillo hacia la victoria con un último set en blanco que deja huella en sus adversarios. En semifinales espera o bien el nipón Kei Nishikori o el conquense Pablo Andújar. Y están avisados. Saben que Nadal cuenta con alas hasta en el inframundo.