Nos recostamos sobre nuestro sofá con la idea acostumbrada de calificar como normal lo utópico, de esperar una hazaña como rutina cuando lo anómalo se torna casi diario. Es fácil mirar sentado, difícil levantarse y romper las barreras de la mediocridad. Rafael Nadal, casi prótesis de una silla imaginaria durante siete meses, alcanzó a recoger la maza y quebrar la coyuntura de cristal de la que era preso. Ocho torneos después, no hay rastro de vidriado en su rodilla.

Como si de una triquiñuela se tratara, el mallorquín ha transformado el despropósito colectivo en un trampolín que potenciara su salto a la tierra batida, donde ha disputado siete de los ocho partidos decisivos. Nos engañó (otra vez). Creímos ver el ocaso y, cuando quisimos darnos cuentas, ya había flexionado las rodillas y brincado al Foro Itálico, donde barrería por vigésima vez a Roger (en la 111ª final del suizo), su rival más fructífero. Escaló entonces al cuarto lugar del ranking ATP con mosquetones de papel y confianza de acero. Es el mejor tenista de este 2013 y líder de la RACE sin  haber sudado ni en Australia ni en Miami.

Chile, donde los rezos fueron tan frecuentes como los suspiros, se antoja lejano y sepultado. No existe riesgo en los ojos de Nadal para completar el triplete de capitalidades iniciado en Madrid, continuado en Roma y con esperado final en París. Es factible vislumbrar a partir del próximo domingo una sombra conocida, sería la octava en nueve años, con la Torre Eiffel como espectadora –casi amiga-. A día de hoy es insuficiente depositar valentía en pista para derrocar tal imperio de fortaleza mental.

Su último apunte sobre la capital italiana fueron ocho errores no forzados, una cifra absurda cuando es un título (y Federer) el que está enfrente. Rafa obvia nombres para erigir sus propios monumentos dentro del rectángulo, es capaz de emborronar la identidad del adversario con el primer break. Después, agacha la cabeza y busca el siguiente fingiendo no haber conseguido la rotura. Así, una y otra vez. Sin remedio conocido, el rival deambula por la pista desorientado, alcoholizado, borracho de tenis en contra. Y caen centrifugados sin tiempo para rehuir.

Apenas exigido físicamente, los peloteos oficiales siquiera rozan los 90 minutos de rigor para atisbar cansancio en piernas. En el otro lado, con la mente desarbolada y desconexión inferior, los émulos carecen de extremidades engrasadas para devolver y se rebozan en el piso, agotados, resignados por la compresión de la que son objeto. En tiempo, unos 377 minutos empleó Rafa para avasallar en las cinco finales conquistadas sobre tierra batida, lo que supone una media de ‘sólo’ 75,4 para eliminar al último contrincante. Casi sin excepciones.

Horacio Zeballos, que necesitó una década para alzar su primer entorchado en Viña del Mar, y Novak Djokovic, el Nadal de Nadal, son los únicos que agrietaron la imbatibilidad del balear. Sólo éste último parece, en la mejor de sus versiones sobre arcilla, capaz de hacer titubear al español a cinco mangas. Resultaría hipócrita con estos antecedentes ignorar la final parisina.

Mientras tanto, el mallorquín abandona los recuerdos de las últimas semanas y reordena su álbum fotográfico en busca de espacio. Son ya 56 instantáneas desde su estreno en Sopot 2004, génesis del campeón. Y sumando.

Es hora de preparar el sofá.