En una primavera de su niñez, a los nueve años, Marla Runyan podía vivir con total cotidianeidad. Luego, en el otoño de ese mismo año, su vista ya había cambiado. Un optometrista dijo que no pasaba nada; otro también. Uno más afirmó que era psicosomático y que fingía el padecimiento de un personaje de televisión y al final un oftalmólogo le detectó la enfermedad de Stargardt.

Entonces en los ojos de aquella niña se posaría una mancha, que haría borroso, muy borroso, todo su entorno. Marla es legalmente ciega, parcialmente, no totalmente. Tal perspectiva propició que la chica buscara actividades que le demostrarán a ella y al mundo que podía hacer cualquier cosa, ser una más.

Lo intentó en el fútbol, con el violín, en el heptatlón y con el atletismo. Al estudiar disimulaba -logró ocultar hasta determinado momento su parcial ceguera y al leer utilizaba lupas con aumentos considerables-. Para manejar, desde aprender a conducir y hasta llegar a hacerlo por sí sola, también necesitó lupas.

Y así, corriendo, trotando, entrenando y hallando su paso, saltó obstáculos de su vida y de la burocracia de su país (EEUU). Un día corrió sola, sin ninguna competidora más, la prueba que le otorgaría una plaza en los Juegos Paralímpicos de Barcelona 1992 -ahí, se colgaría cuatro medallas de oro-. Para la siguiente edición, Atlanta 1996, conseguiría otro oro y una presea de plata.

No obstante en Runyan estuvo siempre latente la idea de ser “normal” y no “diferente”, aunque lo diferente pueda ser incluso mejor que lo normal. Y las preparaciones se intensificaron hasta extasiar el cuerpo, dejándolo sin fuerzas. Tuvo que aprender que en el atletismo no se trata sólo de coraje y dolor; que también exige estrategias, adiestramiento y descanso del cuerpo, y una pelea constante con su mente, con ella misma.

Cambiar de vivienda ya era un problema, igualmente demudar constantemente de entrenadores. Las lesiones le amargaban el ánimo y ponían en entredicho su sueño de unas Olimpiadas. En los Juegos Panamericanos de 1999 ganó el primer lugar en la carrera de los 1.500 metros, y cuando la fama llegó gracias a sus piernas rápidas, todos los periodistas preguntaron por sus ojos.

“Cuatro años por cuatro minutos” es como definió Marla Runyan su camino hacia Sídney 2000.  Fue la primera atleta legalmente ciega en participar en unos Juegos Olímpicos. En las fases previas recibió duras enseñanzas y equivocaciones; sin embargo, pudo hacerse de un lugar para la final de los 1.500 metros.  

Corro, sin ver más que la pista despejada justo delante de mí. No sé cuántas corredoras tengo delante o detrás. El grupo de competidoras es un ser multicolor. Siento la suave curva que indica el indicio de los últimos 200 metros y el sprint final. Ahora estoy compitiendo contra personas individuales pero ¿quiénes son? ¡Y qué más da! Saber sus nombres no me va a facilitar ganarles”.

En la última carrera, la final olímpica, la definitiva por los primeros tres lugares de la modalidad, ejecutó su táctica personal. Lideró la pista y al grupo de corredoras durante gran parte del tiempo, sabiendo lo arriesgado que era hacerlo así. Corrió a su ritmo, ese ritmo cadente y tan necesario de encontrar en pruebas como el atletismo; corrió a su manera y a su modo; corrió aventurándose y terminó rebasada por siete corredoras más. Marla Runyan concluyó octava y sin premiación material pero con satisfacción más que personal.

“El futuro no está escrito, eso lo aprendió ella de uno de sus instructores pero lo adoptó a su vida deportiva. Fue ajustando sus condiciones. Para 2004 regresó a los Juegos Olímpicos y compitió en los 5.000 metros. Ha cosechado galardones en competencias nacionales y ha establecido grandes récords en los 5 km como el de la New York Armory, parando la cuenta del reloj en 15:07:33.

Marla tuvo que abandonar el deporte de élite cuando su cuerpo le reclamó con lesiones tantos tenis desgastados, y días y pistas y lugares recorridos. Hoy  es madre y profesora de educación especial en Oregon. También da conferencias. 

La vista, su percepción, fue el primer reto, pero es del que menos le gustaba o le gustaría hablar. Para charlar están sus carreras y sus competencias. A veces, tanta luz también ciega. “¿Es necesaria la línea de meta?” Eso se cuestionaba Runyan, después, no la necesitó tanto.