Dichosos nuestros ojos que han presenciado historia pura, llenos de lágrimas que anuncian que se ha tratado de una tragedia.

Belo Horizonte, Estadio Mineirão. Miles de voces coreando al unísono el himno de su país, erizando el vello en la piel de propios y extraños, imponiendo respeto al alzar la voz para entonar las letras de Joaquim Estrada con el avanzar de las notas compuestas por Francisco Manoel hace ya casi 200 años.

Patente en la letra del epinicio brasileño, el laurel verde de su banderín hablará de paz en el futuro y de gloria en el pasado. Ante la Mannschaft, Brasil salió dormido en sus laureles, creyendo que superaría dicha ronda con una camiseta llena de glorias pasadas, resultando en el descarte de toda paz en el futuro.

Paridad antes del primer gol, según Felipão. Los alemanes no salieron a atacar al local, mucho menos a especular. El equipo de Joachim Löw aguantó hasta darse cuenta de un mediocampo verdeamarela carente de pies y cabeza. Fue ahí, al minuto 10, cuando los visitantes empezaron a orquestar los ochenta minutos más amargos en la historia del pentacampeón.

El gol de Müller, el primero de la tarde-noche, significó lo que en el papel ya se avecinaba. Un Brasil teniendo que remar contra corriente, con menos futbol pero con ganas y actitud, ante una Alemania que inminentemente aventajaría primero en el marcador. Con la anotación de Klose, aunque aún temprano, se empezaba a esfumar toda esperanza del pueblo anfitrión.

Fue entonces, entre el minuto 23 y el minuto 29, cuando nadie daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Fueron esos seis, siete minutos los que marcaron el rumbo del partido, el rumbo de la Selección Brasileña, el rumbo de su pueblo. Un pueblo, que al igual que los millones de espectadores, no lograba concebir lo que ocurría dentro del terreno de juego. Un pueblo que empezaba a sumergirse en lágrimas. Un pueblo que, tras más de medio siglo, volvió a llorar.

La vida le dijo a Brasil que tendría que esperar 64 años para que llegara una oportunidad de sanar la herida de lo sucedido en el Mundial de 1950, cuando el charrúa Edgardo Ghiggia silenció a poco menos de 200 mil espectadores. Pasaron los años, la oportunidad llegó. Siendo la vida cruel ya con el Maracanazo, 64 años después, nace el fantasma del Mineirazo.

Cuando se hable de la tragedia del Mineirão, pocos recordarán los nombres de Müller, Klose, Kroos, Khedira, Schürrle y compañía, pero nadie olvidará que Julio César, Maicon, Dante, David Luiz, Marcelo, Fernandinho, Luiz Gustavo, Hulk, Bernard, Oscar, Fred, Paulinho, Ramires y Willian fueron los actores principales de la más humillante actuación que el futbol le ha brindado al pueblo brasileño.

Difícil entender qué fue lo que pasó. Complicado explicarlo. Nadie esperaba que Brasil lograra, con tan poco futbol, la hazaña ante una impecable Alemania. Nadie creía, tampoco, que sería un día de campo para los teutones. Nadie imaginaba que, ante los ojos del orbe, se suscitara la peor humillación en la historia de las Copas del Mundo.

Hoy, por fin, Moacir Barbosa puede descansar en paz. El hombre que hizo llorar a Brasil puede estar tranquilo en su tumba, sabiendo que lo ocurrido aquella tarde de 1950 en el Maracanã fue una desgracia, un accidente, y no una catástrofe como la del 8 de julio del 2014.

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