Diciembre 14, 2014

Al medio tiempo, ya tenía el rostro más triste del mundo. 

Solo como una isla, mi amigo, amante ferviente de los Tigres, sufría en silencio ese banquete sagrado en que se estaba convirtiendo el Estadio Azteca. 

“Si no mueve algo el Tuca, esto va a terminar 3-0”, me dijo, sin ánimo adivinatorio. Convencido de que en esa noche perfecta, los Tigres eran apenas un pálido contexto para que el América ejerciera su condición del odiado perfecto. 

El tiempo le daría la razón. 

***

No se han cumplido ni 24 horas de que Miguel Layún levantó el trofeo abrazado de Sambueza, y mis dedos aún tiritan de nervios mientras ensayo teclear de algún modo la sensación que produce ser, de nuevo, los mejores. 

Porque uno no se acostumbra. 

La victoria tiene la misma facultad que el sufrimiento: son tan infinitos sus matices, que cada nuevo triunfo es indivisible y único. Como un diamante viejo o una huella digital. 

Esta vez no hubo lluvia que desafiara las simétricas predicciones de una noche cargada de épica. Hubo mi hermano, la caminata desde Acoxpa, nuestros lugares en Preferente Plus, pero algo distinto existía en esa cálida atmósfera de domingo. 

No hubo la electrizante tensión de 120 minutos, gol de último minuto, penales, y arrancarse las uñas, con el infarto contenido en la boca, deseando que por el amor de Dios todo termine ya porque no soportamos un instante más la incertidumbre de la gloria o la muerte. 

No hubo necesidad de encomendarse a los ídolos antiguos que descansan en algún lúgubre mausoleo de Santa María La Ribera. De ejecutar las plegarias encapsuladas para siempre en nuestra necesidad de hacer algo desde la tribuna, para ayudar al equipo que amamos a que consiga ese gol que tanto se parece a una bocanada de oxígeno, luego de pasar demasiado tiempo bajo el agua. 

No hubo que apelar a la grandeza histórica, que en una balanza de fuerzas aplastaría sin piedad el pasado tímido de unos Tigres empeñados en ser medianos.

No hubo, ni siquiera, la imperiosa necesidad de lanzarse al frente como si más que futbolistas fueran guerreros… lanzarse con el pecho descubierto, sin importar la mortal carga de caballería que rechazará a unos, pero no a todos, y entonces podremos arrebatar el triunfo a sangre y fuego en un abordaje balompédico.  

No.

Fue demasiado sencillo, porque el América lo hizo sencillo. 

Sólo teníamos que estar ahí.  

Nosotros, los de siempre, tuvimos que llenar nuestro templo de voces incendiadas, de cánticos que propagaban el nombre del Turco como si fuera una mágica palabra, cabalística y sagrada, apta para conjurar los demonios surgidos en Monterrey y de darnos la categoría de campeones a pesar de todo.  

Sólo tuvimos que estar ahí, para atestiguar de una vez y para siempre, que la grandeza no es un don divino ni una herencia fácil, sino un botín de guerra que se arranca de la tierra, como si fuera una corteza vital o un alimento subterráneo. 

Lo vimos, todos los que estuvimos en ese palacio de sensaciones que fue el Azteca, lo vimos al conocer la alineación que saltaba al campo. Vimos que el partido era sólo un trámite previo a levantar la copa, pues el rival sonaba más a víctima que a victimario, y el destino de la final estaba sellado desde el momento en que los titulares salieron a calentar: nunca se escuchó en ese estadio acostumbrado a la potencia de los decibeles, un grito más ensordecedor. 

Más que meter el primer gol, el Azteca infundió en el visitante el terror, y en el local, la medida exacta de locura que precisa todo campeón. 

Porque Ferreti murió de ser Ferreti, y el Turco decidió, con la sabiduría kamikaze de un honorable suicida, que si ese juego era el último como técnico, se iría legándonos como herencia el título que hace imposible cualquier asomo de polémica: el América es el equipo más grande de México. 

Y es que la superstición de los idiotas no cejó en su empeño de tildar como defensivo a un cuadro, que en el último partido, le cobró factura a todos sus odiantes: salió con Layún, Arroyo, Sambueza, Zúñiga y Oribe, todos diseñador para atacar. Salió con Molina en la cintura, unánime y preciso, como si estuviera en esos viejos equipos que podían arreglárselas con un solo contención, sin temores ni reservas. 

El resto eran Ventura, viviendo su milagro de juventud en una banda, y Mares en la otra, quien tuvo el buen tino de hacer un torneo olvidable, pero una liguilla de récord. En el centro iniciaron, como siempre, Goltz y Aguilar, dos columnas de granito, y Moisés Muñoz, el hombre más aburrido del partido, completó una alineación que presagiaba la única certeza de la noche: no había necesidad de sufrir.  

***

En el primer minuto, la pelota rodó hacia los pies de Muñoz con una mansedumbre de perro, se le escurrió al portero, y casi entra un absurdo autogol. 

Pero la verdadera razón de ese gazapo, fue que el balón quizo ejecutar la más sincera de las metáforas: el único que podía hacerle daño al América era el América mismo. Porque así fue en las semanas anteriores, resumidas en declaraciones de uno y otro lado, como si la directiva, los jugadores, el técnico, y cualquier otro involucrado, fueran facciones rivales sumidas en una guerra fratricida, de esas en las que hermanos contra hermanos se matan sin saber porqué. 

Ahí perdíamos. Perdíamos ante el festín carroñero de los medios que se limaban los colmillos viendo (o asumiendo que veían), cómo el odiado América se desmoronaba, víctima de un virus interno que, para la maldita suerte de los otros, resultó ser una enfermedad que solidificó los huesos, e inyectó en cada persona que se diga americanista, el vapor bendito que anoche los impulsó a ser, como las 17 jornadas previas, los mejores.

Porque anoche no importaba la separación de Paul Aguilar. O las forma de Peláez. O la cara compungida del Turco en su procesión de entrevistas del adiós. 

No importaba el odio de los de siempre, los que sabemos quiénes son, aunque hoy estén refugiados tras el muro de sus rencores, enterrados en el légamo conspiratorio fundado por los que hoy, a pesar de la evidencia, afirman que el América no merecía el triunfo. 

Sólo importaba que nosotros gritáramos con los pulmones inflamados las consignas que nos vuelven una congregación disímbola, discordante, pero unida fatalmente por el amor a un equipo que tuvo de sobra una sola cosa: coraje.

El coraje de sobreponerse a la partida de Jiménez, a la fractura de mandíbula de Layún, a la rotura de ligamentos de Díaz, al fino cristal que es Sambueza…

El coraje de vencer a los Pumas luego de haber jugado en la Ida a un nivel de esperpento. El coraje de saber que muchos tenían las horas contadas, como si cada partido fuera dar un paso más por el pasillo que te lleva a la silla eléctrica, pero avanzas, convencido, inmortal por segundos, con la dignidad intacta. 

El coraje de caer en la Ida ante un equipo que ganaba por aburrimiento, y que siendo consecuente con su propia especie, se defendía como felino en retirada. 

Ese escenario era el que se presentó anoche, hace menos de 24 horas, cuando el horizonte pugnaba por mantener un instante de luz que preservara en nuestra memoria una tarde llena de épica. 

Pero la noche comenzó a descolgarse desde el techo del estadio, y a medida que avanzaba el juego, que el rival retrocedía en su miedo y que el América crecía con la autoridad de saberse superior, a medida que los minutos pasaban con facilidad, como Layún o Sambueza por la banda, todos asumimos que ese juego era, más que el capítulo final, un epílogo amigable a una temporada de ensueños. 

Una vez que Arroyo hizo el gol de su vida, ya nunca estuvo en riesgo el resultado. Después, Aguilar, con la parábola perfecta de su cabezazo, volvió a darle al Turco la razón.

El resto del juego pasará a la historia como una sucesión de expulsiones motivadas por el hartazgo ante un sistema mediocre, o peor aún, por la frustración impotente de saberte humillado en la única condición que depende por completo de uno mismo: que el rival tenga más huevos que tú.

Entonces comenzamos a cantar. A gritar los nombres de nuestros héroes, que solamente son futbolistas pero eso es lo de menos… las grandes gestas inician con tipos normales que tienen un coraje primigenio que los vuelve inmortales, por lo que esa foto del capitán Layún levantando el trofeo, lo ha convertido ya en una pieza del museo de lo que nunca olvidará el deporte. 

De eso trata el futbol. De eso trata este América. De acabar en punto de las nueve de la noche, abrazados entre todos, con mi amigo tigre arrasado por lágrimas de furia, pues él supo desde el principio que no había manera de que nos arrancaran la victoria. 

No en ese estadio. 

No anoche. 

Al fin marchamos, con nuestra amistad inalterada, con el tiempo habiendo otorgado la razón a mi amigo tigre, y viendo cómo la noche firmaba el título doce. Y en un exceso de simbolismo, si es cierto que los aficionados somos el jugador número doce, entonces este título nos pertenece a todos, como ningún otro.

Le pertenece al América. 

A este América capaz de devorarse sus propias entrañas, pero campeón.

A este América digno de perder en la cancha de Querétaro, de Ciudad Universitaria, de no ganarle a las Chivas, pero campeón.

A este América que vive guerras intestinas como si fuera un país en golpe de estado, pero campeón.

A este América que respira siempre bajo la sombra de la sospecha, pero campeón. 

A este América que nunca se siente más cómodo que ante el odio ajeno, pero campeón.

A este América vulnerable. Vilipendiado. Magnánimo. Feroz. Extravagante.

Pero campeón. 

***

“Ódiame Más” permanecerá como irónico grito de batalla, pero es una frase que ahora carece de verdad.  

Porque hace menos de 24 horas, el América instauró una marca indeleble. Fabulosa. Ser el primero en llegar a doce títulos.

Así que el Ódiame Más carece ya de vigencia, pues enfrentémoslo. Quienes odian al América, ya no podrían odiarlo más, pues nada motiva tanto el odio como el éxito ajeno.

Y no hay equipo más exitoso en México. 

Y esa sensación quedará en el ambiente por innumerables años, aunque te duela.

Dolor que será  infinito, infinito como el recuerdo de ayer, de anoche… de la noche en que el mejor equipo del país, en un hondo arrebato de justicia, se alzó de nuevo como legítimo campeón, en medio del canto memorable de un estadio intoxicado de alegría.  

VAVEL Logo
Sobre el autor
Poyo Lagunes
Escritor. Estudió guionismo con Guillermo Arriaga y Robert Mckee. Trabajó en diversas producciones de Televisa y Tv Azteca, además de colaborar en el periódico RÉCORD, Muy Interesante, Televisa Radio, y portales como JuanFutbol.com, Fergay.com o AztecaDeportes.com