En la familia Campestrini ésta no es una noche cualquiera. Las renovadas butacas del Estadio Cuauhtémoc sirven de espejo para reflejar la ilusión de los familiares que acompañan a sus seres queridos en una lucha y sueño que convergen en noventa minutos.

Ahí está, sentada a una fila de quien esto escribe, una pareja de la tercera edad. El señor porta una gorra y el #17 a la espalda; la señora viste una playera del Puebla y sujeta un rosario. El partido está por iniciar al igual que el desborde de emociones en la familia Campestrini.

Mi atención se divide entre el terreno de juego y el terreno de sentimientos de los padres del cancerbero argentino que requirió menos de un semestre para convertirse en uno de los estandartes de la denominada nueva época camotera. Cada que la pelota pasa diez metros hacia cualquier dirección que tenga como objetivo las porterías se convierte en un viacrucis para la señora Campestrini.

1-0 Toluca, silencio total. 2-0 Toluca, golpes a la silla y maldiciones. El matrimonio Campestrini no quiere saber nada de este maldito partido, ni de este maldito estadio. Y todavía menos quieren lidiar con las preguntas de éste reportero al término de la primera parte. "Al terminar el partido", me trata de decir amablemente, o eso insinúo, la madre de Cristian.

Sin embargo, el pequeño Valentín, para mi fortuna, le recuerda a sus abuelos con esas manitas y risas de un niño de brazos que el fútbol no es más que un juego.

Es gracias al segundo nieto que finalmente se despeja la duda del porqué de la virgen que resguarda metódicamente a Cristian cada partido. "Te cuento, chico. Es la Virgen del Rosario de San Nicolás", la ciudad natal del portero y después me cuenta la promesa que su hijo cumplió tras coronarse en Argentina. "Cristian prometió que si salía campeón con Arsenal de Sarandí, se iría caminando de Buenos Aires hasta San Nicolás; caminó dieciséis horas".

Inicia el segundo tiempo y, con él, el viacrucis. Respiro la ansiedad de sus padres hasta que el júbilo del primer gol camotero se apodera de los Campestrini. Sin embargo, minutos después en una jugada de riesgo, el portero de la Franja cae bruscamente en el área chica. Las alarmas se prenden en el banquillo, pero la angustia rebasa a la madre del lesionado. Puedo ver como sus manos estrujan la madera del rosario, aunque se relajan cuando su hijo levanta el pulgar.

"¡Sí, Cristian!", grita a todo pulmón su padre al salvar el 3-1 y arremete bruscamente "hijo de puta, ladrón, era falta clara" cuando Flavio Santos es derribado en el área sin falta alguna. El partido prosigue; la Franja es dueña del esférico con un Toluca replegado. El empate es cuestión de tiempo. Tan lo sabe la señora Campestrini que regresa al pequeño Valentín a los brazos de su madre y, cuando cuarenta y siete mil almas ven cruzar el tiro de Robert Herrera la portería escarlata, jura quien esto escribe, que la madre del arquero pegó un salto más alto que el de su hijo al atajar tiros libres.

No me doy cuenta cuando el árbitro pita el final del partido. Mi atención se la ha robado esa conexión que solamente un hijo y una madre pueden tener. Los cánticos de la afición elogiando a Campestrini me regresan a la realidad y me percató que quien aplaude más fuerte que todos es aquella mujer que, desde hace un lejano 16 de junio de 1980, curó heridas y rasguños, lavó playeras llenas de lodo, secó lágrimas y, sobre todo, creyó que algún día su hijo se iría vitoreado de un estadio con cincuenta y un mil butacas.