Existe una sabia frase que afirma que cada vez que un anciano muere una biblioteca es quemada, quizás por ello en la historia del hombre tenga tanta importancia los libros como la memoria hablada. Aquella a través de la cual se produce la transmigración de la enseñanza y que en nuestra sociedad capitalista queda en muchos de los casos ninguneada. El método de enseñanza primigenio, tan antiguo como el ser humano y que goza de capital importancia en muchos de aquellos poblados a los que nuestra arrogancia, que no ve más allá de nuestro ombligo, considera incivilizados. Nada más lejano a la realidad, pues en aquellas tribus la sabiduría se viste con la piel de los ancianos, viaja en los sonidos de la naturaleza y se respira a través del joven viento de la mañana.

Y es que en aquellas tribus, por algún extraño motivo que escapa a nuestro entendimiento, los viejos chamanes conocen exactamente el día en el que morirán, por lo que dedican los últimos días de sus vidas a transmitir a las jóvenes generaciones las valiosísimas enseñanzas que acumularon durante su existencia. Así queda garantizada la tradición, identidad y sabiduría de sus pueblos, por ello os invito que a través de estas líneas hagáis conmigo el sencillo ejercicio de contemplar a vuestros ancianos con la mirada del que reconoce en él a un hombre sabio, a uno de aquellos viejos chamanes que guarda en su interior el incalculable tesoro de la biblioteca hablada.

Seguro que conocéis a uno de aquellos chamanes, yo lo conocí y os aseguro que era un hombre sabio, pues si en vuestra fuerza viaja el joven viento de la mañana, en su mirada se traslucía el viejo y sabio viento del ocaso y la madrugada.  Y a través del viento sus palabras me llegan para recordar a uno de los más grandes atletas que la humanidad ha conocido, aquel cuya leyenda voló en cada una de sus zancadas.

Atleta estadounidense, nieto de esclavo e hijo de un granjero y el viento; de origen afroamericano pero natural de Danville, Alabama, un joven predestinado a retar al mundo y el racismo con su descomunal y portentosa naturaleza física. Con siete años ya trabajaba recogiendo algodón en los campos de los terratenientes blancos y hacía lo único que los chicos podían hacer en su escaso tiempo libre en Alabama: correr. A los ocho años se trasladó a Cleveland, Ohio, y al preguntarle su nombre el primer día de escuela, la profesora entendió Jesse cuando había pronunciado J.C.  Iniciales que junto al apellido Owens, sirvieron para constituir el nombre con el que pasaría a la historia.

En Cleveland la vida no fue menos dura, tuvo que ayudar a sus padres trabajando como dependiente, cargador de camiones o ayudante de zapatero, pero sus genes portaban la extrema velocidad y elegancia de una gacela de Thomson, también la plasticidad en la carrera y el hambre de un implacable cazador como el guepardo. Aptitudes que no pasaron desapercibidas para Charlie Riley, su descubridor y aquel que junto a Harrison Dillard (atleta de Cleveland), le enseñó a ser y convertirse en un atleta irrepetible.

Una excelente actuación en los Campeonatos Interescolares de Chicago, le abrió las puertas a la Universidad de Ohio, donde comenzó a pulverizar marcas mundiales, concretamente en "Big Ten" de Ann Arbor en 1935, donde en menos de 45 minutos batió tres records mundiales e igualó el de cien metros lisos. Jesse era el mejor atleta de su generación pero esta circunstancia no era suficiente como para recibir el trato adecuado a su grandeza. Era negro y como tal, su vida se veía restringida por segregacionismo racial que vivían los ciudadanos de color en EEUU.

Jesse únicamente se sentía libre corriendo, la comunidad negra de EEUU sufría la desencarnada y absurda fiereza del racismo, y las Olimpiadas de Berlín de 1936, organizadas por el régimen nazi para ensalzar la superioridad de la raza aria, se le presentó como gran oportunidad para dar una lección a todo el mundo. Y en aquel escenario, ‘el Rayo de Alabama’ con la naturalidad de su talento y el calor de la amistad, moldeó su gran sueño. Un sueño que vivió junto a su mejor amigo: Lutz Long, excepcional atleta alemán de raza aria que antepuso su admiración y amistad a cualquier otro tipo de circunstancia. Long llegó incluso a darle valiosos consejos en la prueba de salto de longitud, gracias a los cuales logró pasar la final y derrotarle en la misma. Por ese gesto y dadas las circunstancias de la época, Long recibió la medalla al espíritu deportivo, máxima condecoración olímpica, a título póstumo.

Una fascinante historia de amistad que vivió su momento más álgido durante la Segunda Guerra Mundial, en la que Long combatió con el ejército alemán y fue herido en la invasión de Sicilia, muriendo posteriormente. Fue entonces cuando Owens no le abandonó y se hizo cargo de la educación del hijo de Lutz, mientras trabajaba como botones del Waldorf Astoria de NY. Una bonita e inquebrantable historia de amistad que rompió todas las barreras ideológicas y que Jesse vivió así: “Podrían fundir todas las copas y medallas que he ganado, pero no valdrían tanto como la amistad de 24 quilates que tuve con Lutz Long en aquellos momentos“

Esta, la bella historia de una carrera hacia la leyenda e igualdad, su primera señal de salida: ¡En sus puestos!

Owens coloca sus manos en el límite de la línea de partida, en la prolongación de los brazos que están extendidos y paralelos. Sus pulgares separados hacia el interior y los demás extendidos hacia el exterior. La rodilla de la pierna rezagada en contacto con el suelo. La pierna de impulsión colocada adelante, con el pie sólidamente apoyado. Los dos pies, bien apoyados, los dos hombros bien situados en la vertical de las manos y la mirada clavada en el suelo.

Sobre el silencio del Olímpico de Berlín truena un disparo directo al corazón de la Alemania nazi y a la segregación racial norteamericana. Jesse sale como una centella y bracea armoniosamente al ritmo de su indómita carrera, en la fase de aceleración no se ven sus zancadas, por un instante cree tener alas, pasa como un cometa junto a la figura de Lutz Long, ario que no cree que en cábalas y le profesa gran admiración. Ambos buscan la cinta de la gloria en el Olímpico, pero solo uno de ellos viaja hacia la eternidad de la leyenda. En la fase de velocidad estabiliza la zancada y a unos 90 metros, la fatiga muscular le obliga a desacelerar, aunque en menor medida a la de todos sus rivales.

Owens arrasa y asombra al mundo, los alemanes se enamoran de su fibroso cuerpo de gacela, que inclinado sobre el suelo, en un ángulo de 45 grados, proyecta la energía cinética de sus pies voladores y la energía motora de sus poderosas piernas. Cuádriceps, gemelos y femorales de acero, camuflados en un cuerpo de ébano. Jesse establece tres records olímpicos, dos mundiales e iguala el anterior record en 100 metros lisos. Cuatro medallas de oro en cien y doscientos metros lisos, salto de longitud y cuatrocientos metros por relevos, elevan su leyenda junto a la de los Dioses del Olimpo y le convierten en el rey de aquellos juegos. Ha ganado cuatro medallas pero ha vencido dos batallas, la primera contra su propio país, en el que aún se le sigue tratando como ciudadano de tercera categoría por su color de piel, y la segunda ante  la Alemania nazi, que se rinde ante su talento y le vitorea por las calles de Berlín.

Sobre su historia se construye entonces un mito que genera controversia aún hoy día, pues cuentan que en el palco Hitler frunce el ceño y espera la victoria de Lutz Long, pero ya le han informado de las virtudes de Jesse Owens. El atleta de Alabama arrasa y cuenta la leyenda que el Fhürer abandona enfurecido el palco, rehusando saludar al atleta estadounidense, ¿pero hasta qué punto esta historia pertenece a la realidad o a la leyenda? Y es que aunque no se pueda discutir el hecho de que Hitler utilizó el evento deportivo como elemento de propaganda de la superioridad de la raza aria sobre las demás, al parecer sí que se produjo aquel saludo, (aunque en privado) pues el propio atleta lo contó en sus memorias. En todo caso no creo que sentara demasiado bien en el seno del partido nazi la victoria de Owens, puesto que desde el inicio del Campeonato, Hitler se dedicó a aplaudir únicamente a los atletas alemanes. Hecho por el cual el COI le aconsejó que aplaudiera a todos o a ninguno, opción que acabó tomando.

Para todos nosotros siempre será una leyenda, pero para los poderosos de la época no fue otra cosa que una piedra en su zapato. Cuando regresó a su país, poco o nada cambió, aquel héroe de color siguió sin poder subir a los autobuses de los blancos, debido a la política oficial de segregación racial. Y el entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, jamás le otorgó el trato que merecía un deportista de su calado y leyenda. Además rehusó recibirle en la Casa Blanca por temor a las reacciones de los estados del Sur.

Luego se ganó la vida como pudo, participó activamente en programas de atletismo para la juventud, y en 1970 publicó su autobiografía, "The Jesse Owens Story", en la que aclaró la mayoría de los mitos que se construyeron derredor de su figura. Una figura que gracias al viento y a aquella memoria hablada siempre permanecerá en lo más hondo de nuestro corazón de atleta. La leyenda del “Rayo de Alabama”, aquella que hace unos años rescató para mí, de su vieja biblioteca, un sabio chamán.