El barrio de La Tablada, la antigua Villa La Jabonera, la calle, le olfateó desde el primer instante en el que le vio vestir de gambeta sus primeros sueños, pues a aquel gordito que apenas levantaba apenas dos palmos del suelo, ya le salía el fútbol por los poros y explotaba en una zurdita maravillosa que dibujaba jugadas sobre el barro. Por la estrechez de una calle que le conduce por el empedrado de su barrio, José Luis Sánchez Garrafa traza su camino hacia un potrerito que reserva un minúsculo espacio para la inmensidad de la magia.

Y le quedó Garrafa porque su padre era garrafero (butanero), apodo con el que acabó robando el corazón de todos los hinchas de la popular, que le consagraron como ídolo contemporáneo. En la canchita de Villa Adriana, un pibe la rompe manteniendo pulsos de talento con chicos mucho mayores que él. Garrafa jugaba junto a sus amigos en campeonatos locales en Laferrere, en los que las tibias corrían peligro por la plata, tenía catorce años y era un pollito entre dinosaurios. ¡Pero qué pollito hermano!, los traía de cabeza girando como peonzas ante la exponencial genialidad de un jugador moldeado en el barro del potrero y los penales lanzados a la luz de las estrellas.

Deportivo Laferrere le abrió sus puertas y Garrafa, que entones jugaba de nueve, crecía con un talento y velocidad para la pelota único, el de un jugador que se transformó en otro cuando sufrió un duro revés al romperse la rodilla y quedar más de un año en el dique seco. Entonces se transformó en un futbolista más lento y pausado pero con idéntico talento. Empezó a jugar de volante por la izquierda el Loco Garrafa, al que llamaban loco porque le gustaba mucho las motos y la velocidad. Debutó como futbolista en la Temporada 1993/94 de la Primera B Nacional, a los 19 años, jugando para Deportivo Laferrere, enfrentando a su clásico rival en las categorías de ascenso, Almirante Brown, el 26 de noviembre de 1993. Pero Garrafa era todo un personaje, para él la vida era un juego, jugaba a todas horas y sus compañeros, amigos de la pobreza, tenían que sacarle de la cancha de las bochas (petanca) porque jugaba con los viejos y a la tarde tenía que entrenar.

Luego llegó El Porvenir porque Ricardo Calabria quedó prendado del talento de Garrafa Sánchez, que le había retado a hacerle tres goles en un enfrentamiento entre Laferrere y Porvenir. Garrafa cumplió, al igual que Calabria, que se lo llevó con él para entre otras cosas amargarle y alegrarle la vida al psicólogo, al que solía decirle que era una mentira que camina, para luego ser el primero en cumplir. Salía al campo a disfrutar y mientras sus compañeros se castigaban pensando en los errores, Garrafa seguía siendo el niño vivo y pícaro que nunca dejó de ser. Pese a ser profesional jamás dejó de jugar en el potrero con los amigos, nunca perdió el contacto y su amor por el barrio.

Y salió campeón con el Porvenir logrando el ascenso a Primera B Nacional, en un partido final en el que no pudo jugar porque tenía una distensión de ligamentos, pero en el que acabó entrando para llorar y dar la vuelta junto a sus compañeros con la camiseta de Laferrere. Un Porvenir que hizo de sparring de la selección argentina en numerosas ocasiones y cuentan todos aquellos que tuvieron la oportunidad de verle jugar, que mientras a Garrafa le quedó aire, el baile que le dio a los profesionales de la albiceleste fue de época, entre ellos al Cholo Simeone.

Tremenda figura del fútbol de ascenso argentino, un enganche de esos que ganan campeonatos, de esos que te pintan la cara en una baldosa

En 1999 se marchó a Uruguay para jugar en Bella Vista, donde estuvo tan solo cinco meses porque no se adaptó y sufrió con la enfermedad de su padre, razón por la cual no quiso volver y estuvo ocho meses parado. Entonces el mundo le olvidó, se levantaba cada día a las cinco de la mañana para vender garrafas, hasta que Cachín Blanco confió en él para jugar en Banfield. Y llegó Garrafa al Taladro con su cumbia del balón, difundiendo su talento y alzando los brazos al cielo en recuerdo de su papá. Un número diez que la cubría como nadie y guardaba quimeras para sus marcadores, que vencidos por la impotencia no le podían arrebatar la pelota. Tremenda figura del fútbol de ascenso argentino, un enganche de esos que ganan campeonatos, de esos que te pintan la cara en una baldosa.

Salió campeón con Banfield al derrotar en la final a Quilmes, dejando acciones memorables para el recuerdo, como una conducción sublime con la pelota pegada a su bota entre rivales durante diecisiete segundos eternos, un penalti transformado como solo lo sabía hacer él y, una dejada de genio como el que no quiere la cosa para regalarle el gol a un compañero. Y en Primera, como no podía ser de otra manera, dejó instantes impregnados por su magnífico sello personal. Las canchas de Primera identificaron de inmediato el fútbol de potrero de un diez que salvó a Banfield del descenso, lo hizo con un golazo al ángulo de tiro libre, en un partido enfrentando a Independiente. Y tras cuatro años portando la diez de Banfield, regresó a su Laferrere querido para seguir demostrando que era ese gordito, ese nene que llevaba en su interior, aquel que simplemente siempre quiso divertirse y regalar instantes de felicidad.

Demostrar la más bella ecuación universal del fútbol, que dice lo siguiente: cuando el fútbol abandona el rictus serio y los ropajes del profesionalismo, de la táctica, tan solo queda la esencia, la desnudez del talento, como dicen en Argentina por suerte solo quedan los pibes y el potrero. Y en la desnudez del talento el juego  conecta con la pureza, con aquello que como buen andaluz suelo definir como el duende, el alma, la creatividad, el don natural y la pura diversión. Eso que simplemente se tiene y jamás podrá enseñarse en una pizarra, lo que nos hace volver una y otra vez a la cancha, detenernos ante el desparrame de pureza de un niño que deja detalles de autor en una cuarta de tierra perdida que se convierte en lienzo de la leyenda.

Era verdadero estilo vivo; la esencia pura que brota del alma del artista, una cuestión, de sangre; es decir, de la viejísima cultura del 'fulbo'

Y Garrafa tenía duende porque el talento le bajaba por dentro, desde la cabeza a la planta de los pies. Era verdadero estilo vivo; la esencia pura que brota del alma del artista, una cuestión, de sangre; es decir, de la viejísima cultura del 'fulbo', y cito bien la deformación argentina de la palabra inglesa porque jamás estuvo influenciado por el boato del balón, sino por un juego de creación en acto que te devuelve a la niñez. Como Iniesta era de esos que convertía el tiempo en una imagen móvil de la eternidad, y el instante en el pedazo de universo necesario para encontrar el espacio y efectuar el engaño.

Pero un ocho de enero de 2006 el destino se detuvo a las puertas de su casa, cuando haciendo una pirueta que consistía en parar la moto sobre la rueda trasera, sufrió un accidente y un tremendo golpe en su cabeza que le produjo un cuadro de muerte cerebral. Tenía 31 años, Laferrere, El Porvenir y Banfield, quedaron entonces unidos por y para siempre, el ataúd en el que descansaban los restos mortales de un inmortal del balón, hizo su última jugada en el campo de juego de Laferrere, en el que tronaron cánticos que decían: el Loco no se va.

Y no se irá porque Garrafa es un mito tatuado en la piel del aficionado, que le lleva por dentro en el corazón, también en la memoria selectiva del hincha, cuyo imaginario colectivo no puede olvidar al diez de Laferrere, Banfield y El Porvenir. La zurdita que convirtió en bronce la memoria hablada y el bronce que talla la difusión de un fútbol que no abunda, que es recuerdo sobre la cancha.

Y sigue Garrafa pateando penales a la noche de los viernes en el potrero, y no es por plata ni por hambre, sino por pura diversión. Es simplemente Garrafa, un jugadorazo de puro barrio que la rompe en el potrero del cielo mientras un candombe de Martín Alvarado suena:

Cuando el “Garrafa” la toca / Se rompen gargantas en la popular / La gente se vuelve loca / Y hasta a la pelota se ve disfrutar.