Hace más o menos una semana, un tal Diego Simonet salió campeón de un torneo en el continente viejo. Jugaba al handball, ese deporte que es como el fútbol pero con la mano.

Los amigos y familiares dicen que fue un espectáculo. Dicen que el estadio explotaba, que había cientos de europeos de azul y de blanco colmando la tribuna y que el flash de las cámaras iluminaba más que las luces del complejo.

Dicen que eludió a verdaderos gigantes, que no tembló frente a franceses con barba ni vikingos de casi dos metros. Dicen que en la cancha fue multifunción, que sacó a pasear a la defensa y que le dio de probar algunas rosquitas al arquero.

Dicen que lo vivieron como un Superclásico argentino, que con cada gol del Chino, como gustan llamarlo, se les gastaba la voz y se les erizaba la piel. Algunos dicen que, justo a minutos del final, los ojos se les llenaron de basuritas y empezaron a lagrimear. Dicen que lo que vieron era historia de la buena, esa que no está en los libros pero tampoco se olvida.

Los que decían eran muchos, los mismos muchos que ayer con tristeza dijeron que Diego Simonet tenía que abandonar las canchas por unos meses, porque dicen que en un partido chocó contra dos murallas que intentaba sobrevolar. Dicen, además, que como un loco quiso volver a entrar pese a que los ligamentos cruzados de su rodilla estaban dañados. Dicen que aquel hecho desafortunado conmovió a millones.

Dicen que ya se suman dos Messis sin Olímpicos, y que la seis albiceleste estará guardada impecable en el armario esperando la magia de su dueño, impaciente por más fintas y dobles suspendidos. Dicen que también, Los Gladiadores van a pelear como siempre y como nunca, en honor a la ausencia del compañero caído.

Sin embargo, la mayoría dice y asegura que antes de lo previsto estará pincelando jugadas con la número tres, porque tiene un no sé qué que lo hace especial. Las viejos sabios dicen que es más que argentino o chino. Dicen que Diego Simonet es de otro planeta.