La NBA ha cerrado sus puertas otra vez. Luego de los festejos por la obtención del quinto campeonato en su historia, los Golden State Warriors apagaron las luces de la liga más mediática del deporte. Pasarán cuatro meses hasta que alguien vuelva a picar una pelota en el parqué de alguna de las treinta franquicias. Lapso en el que, desde hace más de treinta años, los vencedores en las Finales visitan en la Casa Blanca al presidente en curso de los Estados Unidos.

Se trata, para muchos, de una condecoración superior a cualquier trofeo. No para estos Warriors, sin embargo. Los nuevos campeones han decidido, por unanimidad, rechazar cualquier invitación de Donald Trump. Es que, para el plantel de la franquicia de San Francisco, el nuevo mandatario del país no califica como honorable, ni su presencia supone una gratificación. Como muchos otros deportistas, casi la mayoría de los integrantes del equipo de Golden State se ha proclamado públicamente en contra de la ideología que llevó a Trump a Washington. Steve Kerr dudó de su capacidad para el puesto. David West lo utiliza en su ONG como ejemplo de lo que no se debe hacer: “Les enseño a los niños a no ser como él”.

Décadas de plantones

Aunque nunca de manera tan uniforme como con esta decisión de los Warriors, no es la primera vez que la NBA se divorcia de la Casa Blanca. En sus 71 años de historia, los jugadores han virado de acuerdo a la afinidad con presidente de turno. Pese a que John F. Kennedy puso en marcha la idea de traer al despacho oval a los campeones de la liga, fue Ronald Reagan quien regularizó las visitas. Durante sus dos mandatos recibió a cuatro franquicias. Eran tiempos del showtime en Los Angeles y de la dinastía de Larry Bird en Boston.

Fue el '33' de los Celtics quien lo plantó en 1984: “Si el presidente quiere verme, sabe dónde encontrarme”. A la leyenda de Indiana se le sumaron Cedric Maxwell y Robert Parish, compañeros de equipo. Horas antes del juego final de la serie, el General Manager Jan Volk había recibido una llamada desde la oficina de la NBA. “Aparentemente, Reagan invitó a los Lakers hace unos días, pero nadie nos mencionó a nosotros. Prepararé un discurso por si ganamos”, les comentó a los jugadores, quienes se preparaban para hacer historia en el TD Garden.

Pasaron solo siete años para que otra figura del baloncesto ocupara las tapas de los diarios por ausentarse a la tradicional visita. Por ese entonces, la Jordan-Manía acaparaba los sentidos. Cualquiera que prendiera una TV se encontraba con Michael. Cualquiera que comiera cereales lo hacía también. Todo lo que tocaba Jordan era mediático y George Bush padre intentó nutrirse de su fama.

Corría el año 1991 y un guiño del personaje más aceptado por la sociedad estadounidense no hubiese venido mal, a meses de las elecciones presidenciales del año siguiente. No fue así. El plantel campeón de Chicago Bulls se presentó en la Casa Blanca sin su líder, que eligió jugar al golf antes que ser una vía de acercamiento hacia el pueblo para el comandante en jefe.

Otro Bush sufrió un desplante en la década siguiente. Tiempos de los San Antonio Spurs de Manu Ginóbili y Gregg Popovich. El entrenador de padre serbio y madre croata es un reconocido demócrata. Declaró que sintió asco cuando se enteró de la victoria de Trump. Sin embargo, luego de coronarse su equipo campeón de la NBA en 2004, aceptó visitar Washington en pleno mandato de un republicano, que un año atrás ordenaba la invasión a Irak.

A esta se opusieron Francia y Alemania, miembros clave de la OTAN. El descontento del gobierno estadounidense llevó a calificar a estos países como "la vieja Europa”. Y Pop, fiel a su humor ácido, no dejó pasar la oportunidad de demostrar su descontento con el proceder de Bush hijo.

“¿Puede entrar el francés?”, soltó apenas llegó con la delegación a la Casa Blanca, como para que el paseo no interfiera con su integridad. Tantos años de política, tantos de deporte. Y tantos otros en los que un sector usa al otro para hacer notar más su poder. En esta ocasión, los Warriors han decidido que sus ideales valen más que una tradición impuesta y un par de apretones de mano vacíos de principios.

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