Alfred Hitchcock: luces y sombras de un genio
Silueta de Alfred Hitchcock. (Foto: cinemagenoves.blogspot).

"Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Esto es el suspense". Es difícil hablar del suspense como género cinematográfico sin hacer alusión a un británico llamado Alfred Hitchcock, quien a través de una trayectoria impecable a lo largo de más de cinco décadas y medio centenar de títulos lo dotó de matices, realidad y belleza estética. Pocos cineastas pueden presumir de contar en su filmografía con títulos tan recordados como Con la muerte en los talones, La ventana indiscreta, Psicosis, o Los Pájaros. La lista se reduce drásticamente si hablamos de aquellos que pueden presentarse como uno de los mentores del cine moderno; un vanguardista que no dudó en sus posibilidades para regalar al mundo una nueva forma de amar y entender el cine. Hitchcock era uno de ellos. Un hombre que nunca dejó de soñar a través del objetivo porque, si alguien creía en la magia del cine, ése era él.

Alfred Hitchcock nació el 13 de agosto de 1899 en Leytonstone, barrio del municipio londinense de Waltham Forest. Hijo de un matrimonio de comerciantes católicos, era el tercero de tres hermanos. Su sobrepeso y su marcado carácter introvertido hicieron de él un niño extremadamente tímido que se limitaba a observar la vida mientras otros la vivían intesamente. Estos rasgos se acentuaron cuando en 1906 se trasladó con su familia a Stepney, donde ingresó en el colegio de San Ignacio. Dirigido por jesuitas, bajo su techo aprendió lo que era la discipina, el rigor y la culpa, tres principios que se marcarían a fuego en la personalidad del joven Hitchcock y que posteriormente ejercerían una fuerte influencia en su filmografía como realizador. “Si han sido educados en los jesuitas como yo lo fui, estos elementos tienen importancia. Yo me sentía aterrorizado por la policía, por los padres jesuitas, por el castigo físico, por un montón de cosas. Estas son las raíces de mi trabajo”, reconocía tiempo después. Su fobia a los policías le venía de lejos, concretamente desde los seis años cuando su padre le mandó a una comisaría con una carta por haberse portado mal. En ella advertía al agente que debía meterlo en una celda porque "esto es lo que hacemos con los chicos malos".

No obstante, si algo alimentaría su apetito por la criminalidad, la psicología social y el lado más perverso del ser humano, serían sus visitas juveniles al Museo Negro de Scotland Yard. Allí se paraba a contemplar las reliquias criminales con gran curiosidad; una macabra costumbre que complementaba con asistencias a juicios criminales del Tribunal de Londres, donde tomaba notas de asesinatos emulando a Dickens, su escritor favorito. En 1913 dejó sus estudios en el colegio jesuita para ingresar en la School of Engineeving and Navitation. En este centro cursó estudios de ingeniería; desarrollo educativo que compaginaba con algunos cursos de bellas artes en la Universidad de Londres. Mientras, en su tiempo libre, aprendió a apreciar la magia del cine, pasatiempo muy en auge por aquellos años.“Es muy probable que fuera por la impresión que me causaron sus historias de Poe por lo que me dediqué a rodar películas de suspense”.

Desde muy joven acudía al Museo Negro de Scotland Yard y a juicios criminales

Pero su rutinaria vida cambió de un plumazo cuando, a los 15 años de edad, el joven Alfred Hitchcock perdió a su padre. Tragedia familiar que le obligaría a regresar con su madre a su Leystone natal. Pronto encontraría trabajo en las oficinas de Henley Telegraph and Cable Company, como revisador de cables eléctricos, aunque no tardaría en lograr que lo trasladaran al departamento de publicidad.

Sin embargo, su primer contacto con el mundo del cine se materializó ante sus ojos en forma de anuncio de periódico. La compañía estadounidense Famous Players-Lasky abría sede en Londres. Una gran oportunidad de conocer desde dentro un universo que llevaba admirando desde la adolescencia. Por ello, no dudo en presentarse allí con unos pequeños bocetos decorativos para una película. De esta forma, comenzó a trabajar de diseñador de rótulos, aunque en poco tiempo fue ganando terreno en otras tareas como escritor de diálogos o montador. Alfred Hitchcock era el chico “para todo” y no le importaba. Sabía que tarde o temprano su oportunidad llegaría.

Alma Reville, la mujer tras del hombre

Su verdadera prueba de fuego se le presentó bajo el título de Always tell your wife, película que por primera vez codirigió. Ya por ese entonces, Hitchcock conocería a una prometedora guionista y montadora llamada Alma Reville, la cual se convertiría en su esposa en 1926. Dicen que “detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer”. Alma fue esa gran mujer que vivió siempre a las sombras del genio del suspense; su alma gemela, su compañera de viaje vital y su musa cinematográfica, tal y como señaló el gran crítico Charles Champlin: “El toque Hitchcock lo hacían cuatro manos, dos de las cuales eran las de Alma”.

Aunque no era muy de prodigar su amor en público, el maestro del suspense no pudo evitar emocionarse al hablar de ella en el discurso de agradecimiento del homenaje que le había preparado la American Film Institute, justo un año antes de su muerte, en 1979: “Pido permiso para mencionar por su nombre únicamente a cuatro personas que me han dado todo su cariño, su reconocimiento, sus ánimos y su constante colaboración. La primera de las cuatro es una montadora cinematográfica, la segunda es una guionista, la tercera es la madre de mi hija Pat, y la cuarta es la cocinera más excelente que haya obrado milagros en una cocina doméstica, y el nombre de las cuatro es Alma Reville. Si la hermosa señorita Reville no hubiera aceptado hace 53 años un contrato vitalicio sin opciones para convertirse en la señora de Alfred Hitchcock, es posible que el señor Alfred Hitchcock se encontrara en esta sala esta noche. Sin embargo, no estaría en esta mesa, sino que sería uno de los camareros más lentos de la sala. Quiero compartir este premio, como he compartido mi vida, con ella”.

Regresando a principios de los años 20, por esa etapa, Alfred Hitchcock trabajó como ayudante de dirección de Graham Cutts, quien le despidió tras tres años de colaboración profesional. Se decía que el joven británico desde muy joven demostró dotes de mando por los cuales no dudaba en encararse con los realizadores que trabajaba. Rumores a parte, lo cierto es que su separación artística de Cutts no le pudo venir mejor profesionalmente. Gracias a ello viajó en 1925 a Munich, ciudad en la cual por fin pudo ver materializado su sueño: rodar en solitario su primer largometraje titulado El jardin de la alegría.

Hitchcock ya había puesto la semilla del éxito en la historia del cine; semilla que no tardó en germinar: El águila de la montaña y El enemigo de las rubias fueron sus siguientes éxitos como realizador en tierras inglesas.

Debido al prestigio que se había canjeado como cineasta en esos años, Hitchcock pudo tentar otros terrenos productivos, concretamente con la British International Pictures, bajo la cual filmó El ring, historia escrita por él mismo. Curiosamente, su ascenso profesional coincidió con una etapa personal feliz para el británico: la llegada de su única hija en 1928, Patricia Alma.

Finalmente, el cine mudo quedó obsoleto ante la actitud visionaria de la que hacía gala el joven Hitchcock. Así, en 1929 experimentó por primera vez con las posibilidades que ya por ese entonces ofrecía el cine sonoro, nueva forma de hacer cine que le permitiría ingresar en los anales del séptimo arte al rodar la primera película con diálogos sincronizados de la historia del cine británico, La muchacha de Londres (Blackmail).

La fama de Alfred Hitchcock en Inglaterra ya no tenía barreras. Era uno de los realizadores jóvenes más prometederos de su tierra natal, cuya nueva forma de entender y hacer cine captó inmediatamente la atención internacional. Películas como ¡Asesinato! (1930), El hombre que sabía demasiado (1934 y de la que luego dirigiría una posterior versión americana en 1956) y especialmente 39 escalones (1935) lo erigieron como un icono vivo de la cinematografía de su país. Precisamente en esta última, inauguró uno de sus recursos cinematográficos más señeros: el macguffin. Término acuñado por el propio Hitchcock, es una expresión que designa a un elemento (ya sea objeto, persona o acción) que acapara de primeras la atención del espectador y en torno al cual gira la historia aunque en realidad su importancia por sí misma es irrelevante; solo sirve de vehículo para avanzar en la trama. Un elemento que el genio del suspense utilizó a su antojo con sublime maestría para engañar y llevar más allá de los límites de la razón (y del propio género cinematográfico) a los amantes del suspense, ese género que debía buena parte de su éxito a los patrones implementados por su maestro.

A las puertas de Hollywood

Con semejante currículum, no era de extrañar que su salto al otro lado del charco llegaría más pronto que tarde. El 22 de agosto de 1937, Alfred Hitchcock y familia hicieron un fugaz viaje a Nueva York. En la ciudad de los rascacielos se entrevistó con uno de los productores de moda de Hollywood, David O. Selznick, responsable entre otros de Lo que el viento se llevó. Tiempo después, Hithcock firmó un acuerdo por el que Selznick se comprometía a producirle dos películas al año por un sueldo de 2.750 dólares semanales y una bonificación de 15.000 dólares anuales. Así, el 14 de julio de 1938, el hijo pródigo de Gran Bretaña decidió apostar todas sus cartas cinematográficas a la industria americana. Y no erró en sus cálculos.

Bajo el título de Rebeca, Alfred Hitchcock debutaba por la puerta grande en Hollywood. Arropado de Laurence Olivier y Joan Fontaine, estrella que saboreó las mieles del éxito por primera vez gracias a esta cinta, el realizador británico rodaba la historia de una joven asustadiza y tímida que se casaba con un apuesto y rico viudo, cuya memoria de su difunta esposa Rebeca continuaba habitando en cada una de las paredes de su mansión. La misteriosa y tensa adaptación que firmó Hitchcock de la novela de Daphne du Maurier sería recompensado con once nominaciones a los Oscar, incluido mejor director.

Desgraciadamente, Hitchcock no llegaría a alcanzar la estatuilla dorada ni en ésta ni en las otras cuatro ocasiones en las que estuvo nominado en la categoría. Ni falta que le hacía. Muy pocos directores de la época podían regodearse de ser un reclamo tan efectivo como lo era el nombre de Alfred Hitchcock en la taquilla americana. Tanto así, que su peculiar "firma de la casa", los cameos, llegaron a eclipsar al propio título o reparto de sus obras. Ya sea como rostro de un anuncio de un periódico, paseando a perros o subiendo a un tren, sus breves apariciones en gran pantalla mostraron la vis cómica del propio cineasta, de quien se decía era un excelente bromista al que le encantaba poner en práctica sus pequeñas "jugarretas" con los actores. Así, se comenta que en una ocasión esposó a Robert Donat y Madeleine Carroll, protagonistas de 39 escalones (1935), haciendo ver que era parte de una escena y fingió durante horas haber perdido la llave. También es muy conocida la broma que le hizo a Kim Novak durante el rodaje de Vértigo (1958), a quien le dejó en su camerino un pollo muerto y desplumado sobre el espejo. Humor ácido que también estaría muy presente en sus obras.

Actrices rubias y misteriosas

Con Joan Fontaine, inauguraría su pequeña y exclusiva lista de celebridades rubias a la que se sumarían más tarde Ingrid Bergman, Vera Miles, Grace Kelly y Tippi Hedren. Su obsesión casi enfermiza por estas actrices es de dominio público. Una vez llegó a reconocer que las escogía de ese color de pelo porque las consideraba más misteriosas. Empero, si se analiza de forma detallada la filmografía del artista británico, podremos comprobar cómo sus colaboraciones más asiduas se entablaron paradójicamente con hombres morenos, con dos concretamente: James Stewart y Cary Grant.

Ingrid Bergman, Grace Kelly y Tippi Hedren fueron algunas de sus actrices "fetiches"

Junto a este último vislumbró otro de sus primeros títulos americanos, Sospecha. La trama de una joven solterana y rica que comienza a sospechar de su recién marido le valdría a Joan Fontaine su primer y único Oscar, y, contrariamente a lo que se podría pensar, sería la única estatuilla que un actor de Hitchcock lograría levantar. Sospechas, dudas, intriga, falso culpable y el asesinato eran temas que ya se habían instalado en sus títulos como hilo conductor omnipresente y que no abandonarían su filmografía hasta el final de sus días como realizador.

Ya por ese entonces la relación profesional entre Alfred Hitchcock y el productor David O. Selznick hacía aguas. Sabotaje (1942), producida por la Universal Pictures a pesar de la oposición de Selznick, fue la viva prueba de que Hitchcock no quería que nadie limitara sus capacidades artísticas por mucho poder que pudiera representar en las esferas hollywoodienses. También por ese entonces recibió el mayor golpe emocional de su vida: el 26 de septiembre de 1943 murió su madre en Londres a causa de una polionefritis aguda. Una pérdida que provocó una fuerte crisis emocional en Hitchcock, quien llegó a perder hasta cuarenta kilos en apenas unos meses. Su balón de oxígeno, una vez más, fue la magia del cine, motor que le impulsó a crear en 1944 su propia productora junto con Sidney Berstein: la Transatlantic Pictures.

No fue hasta dos años después cuando Hitchcock volvió a brillar en gran pantalla con Recuerda, donde tenía a sus órdenes a un jovencísimo Gregory Peck y a Ingrid Bergman. Un thriller psicológico que trata sobre un sospechoso de asesinato que ha perdido la memoria por causa de un dramático incidente ocurrido durante su infancia y en el que Hitchcock recurre por primera vez en su filmografía al psicoanálisis como elemento de prueba ante un falso culpable. Sin duda la cinta recoge una de las secuencias más brillantes y recordadas de su filmografía: el sueño del protagonista, un alucinógeno viaje a la locura que volvió a demostrar el virtuosismo de Hitchcock con la cámara y que contó con diseños del mismísimo pintor Salvador Dalí. "Yo tenía la impresión de que si tenían que presentarse secuencias oníricas, éstas debían ser vívidas… Utilicé a Dalí por su gran ejecución gráfica. Deseaba presentar los sueños con una gran nitidez y claridad visuales, más precisos que el propio fil: las largas sombras, la infinitud de la distancia y las líneas convergentes de la perspectiva” 5", explicó el cineasta sobre la contribución del pintor español a su proyecto.

Las reglas del suspense se expandían más y más a medida que Hitchcock crecía como profesional. Como buen perfeccionista,no dudaba en experimentar con las técnicas y los recursos narrativos más avanzados de la época, aun a riesgo de caer en el abismo del fracaso. Un auténtico visionario que demostró que el teatro y el cine también pueden ir de la mano en La Soga (1948), su primera película en color y uno de los títulos más infravalorados de su filmografía. Supuso el primer termómetro de éxito del tándem Stewart-Hitchcock. Un dueto que culminaría con otros tres proyectos conjuntos más : El hombre que sabía demasiado, La ventana indiscreta y Vértigo.

En La Soga, Hitchcock rodó en un único plano secuencia falseado; falseado porque por aquella época las cámaras solo cargaban con rollos de película que no grababan más de diez minutos. Una vez más la agudeza del genio logró lo imposible: crear la sensación de continuidad con unos simples pero efectistas fundidos en negro en las americanas de los personajes, cómplices de la magia del maestro del suspense.

Años 50 y 60, época dorada

Con la llegada de los años 50, la filmografía de Hitchcock se volvió aún más enriquecedora e influyente en la forma de tratar el suspense y el thriller de la época. Durante esa década, contó con una nueva musa en casa: Grace Kelly, a la que dirigió en La ventana indiscreta (1954), coprotagonizada por James Stewart, Crimen perfecto (1954), con Ray Milland, y Atrapa a un ladrón (1955), con Cary Grant. Entre estos títulos cabe destacar a La Ventana Indiscreta, donde nuevamente el mentor ofreció una clase magistral a sus pupilos de cómo, con una inteligente utilización del campo visual, se puede llegar a contar mucho más de la historia con aquellos elementos que no se ven que con los que quedan a la vista del espectador. Un ejercicio narrativo y técnico de suspense sobresaliente y pionero que, a día de hoy, siguen intentando imitar directores del presente.

Durante la década de los años 50, Hitchcock compaginó su trabajo en gran pantalla con un nuevo proyecto televisivo llamado Alfred Hitchcock Presents, una serie en la que él mismo se encargaba de presentar diferentes minihistorias de suspense y por la que ganaría en 1958 un Globo de Oro.

En los 50 también se involucró en tv con Alfred Hitchcock Present

En ese mismo año estrenó una de sus películas mejor valoradas por la crítica: Vértigo. Nuevamente con James Stewart en el papel protagonista, el maestro del suspense teje una historia de celos, mentiras y obsesiones enfermizas con la sensación ilusioria del vértigo como principal obstáculo de la trama. Recientemente la cinta fue elegida por la prestigiosa revista británica Sight and Sound (con los votos de 846 críticos y profesionales del sector) como el mejor filme de todos los tiempos. Todo un honor si tenemos en cuenta que durante cincuenta años este pódium ha estado ocupado por Ciudadano Kane.

Y después de una obra maestra. Otra. Esta vez con otro de sus actores fetiches y amigos incondicionales, Cary Grant en Con la muerte en los talones. La historia de un ejecutivo del mundo de la publicidad que unos espías confunden con un agente del gobierno llamado George Kaplan fue un rotundo éxito de taquilla y elevó, por enésima vez en su trayectoria americana, al Olimpo a su director, que sentenció que sus capacidades artísticas no tenían techo.

Pero tener a tu espalda títulos como Con la muerte en los talones o Vértigo no siempre te da carta blanca en la industria, mucho menos si se tiene como ojo avizor a uno de los grandes estudios de Hollwyood, Paramount Pictures. Como siempre afirmó en vida, no había algo más imperdonable en la vida de un cineasta que aburrir al público y él creía que los códigos morales y artísticos a los que se atenía la cinematografía de la época daban al traste con esta afirmación.

Tuvo que hipotecar su casa para conseguir financiación para 'Psicosis'

Encorsetado en el dilema moral de cumplir con las exigencias de los estudios y de ver realizados sus anhelos como artista rebelde, cayó entre sus manos la novela de Robert Bloch. Titulada Psicosis, la obra retrata la peripecia de una joven secretaria que tras robar en su empresa se refugia en una noche lluviosa en un pequeño motel regentado por Norman Bates, un misterioso joven que vive con su madre. Una historia de terror de categoría B por la que la Paramount no estaba dispuesto a jugársela, ni siquiera con la garantía que ofrecía un genio como Hitchcock en la silla de director. Es por ello que el cineasta se vio en la obligación de hipotecar su casa para conseguir los 800.000 dólares de presupuesto. Un riesgo que o le hundía en el fango para siempre o le demostraba su buen olfato para las historias.

Bajo la campaña publicitaria de "el filme más tremendo de Alfred HItchcock", Psicosis aterrizaría en los cines en el verano de 1960. Rodada en blanco y negro con un soberbio Anthony Perkins en el papel del inquietante Norman Bates y Janet Leigh en el de la joven ladrona, Hitchcock demostró porque era el rey del suspense y la intriga en una de las escenas más tensas y emuladas de la historia del cine: la conocida escena de la ducha que puede verse perfectamente representada en Hitchcock, biopic ambientado en el rodaje de esta película que Sacha Gervasi estrenó el pasado año. Recordar que Psicosis ocupa el número uno de los mayores taquillazos de la extensa filmografía del director inglés.

Desde entonces, nunca más el idílico baño matutino sería relajante. Ése era precisamente el gran valor añadido de este genio de los focos: su capacidad de transformar algo tremendamente cotidiano en un elemento de terror y angustia. Si no que se lo digan a las indefensas gaviotas que hacían de las suyas junto a los cuervos en Los Pájaros. Así, en 1963, y con el éxito sin precedentes de Psicosis, Hitchcock rodó una de sus historias más personales; una cinta de terror con un ataque salvaje de pájaros como telón de fondo. Quien sufría por ello era Tippi Hedren, su nueva musa cinematográfica tras la marcha de Grace Kelly. Nuevamente, la actitud posesiva sobre su actriz tiñó de delicado el rodaje, en donde aseguró Hedren había sufrido las constantes humillaciones del maestro británico. Aún así, repitió experiencia en Marnie, la ladrona (1964).

A partir de este título, su buena suerte comenzó a disiparse. Títulos como Cortina Rasgada (1966), con Paul Newman y Julie Andrews, Topaz (1969), Frenesí (1972), y La Trama (1976) y último título en englosar la filmografía del realizador, no terminaron de captar la atención del público y pusieron un punto y final agridulce a una trayectoria impecable que se vería premiada en 1968 con el Oscar Honorífico.

El 29 de abril de 1980, en el Bel Air de Los Ángeles, se apagaba para siempre los focos de un transgresor que no dudó en dotar a la cámara de vida propia para hacernos partícipe de su jugada maestra. Ya lo dijo una vez: "Un tipo en primer plano. Vamos a ver lo que está viendo. Supongamos que ve a una mujer con un bebé en los brazos. Ahora cortamos y recogemos su reacción ante lo que ve: él sonríe. ¿Cómo es el personaje? Es un hombre agradable, simpático… Ahora vamos a colocar un plano de una chica en bikini. Él mira. La chica en bikini. Él sonríe… ¿Qué nos parece ahora? Un viejo verde. Ya no es el mismo caballero a quien le gustaban los bebés. Ése es, para mí, el poder del cine". Un poder que él supo controlar mejor que nadie. Para eso fue y siempre será el maestro del suspense.

Fotos del cuerpo de texto: www.ecbloguer.com, escandaloynecedad.blogspot.com, lanocheintermitente, otrastardes, flickfacts.co y elpais.

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