Michelle Pfeiffer o la eternidad de la belleza
Sus ojos azules, mareas de incomprensión (Foto: Wikia).

Más de cinco décadas. Cinco décadas de sueños, de círculos purpúreos en el cielo. Más de cinco décadas de Michelle Pfeiffer. Los ojos de Hollywood llegaron a este mundo una tarde de abril de 1958 para compartir con cada hogar, con cada alma solitaria, su belleza inexpugnable. Desde el origen hasta la actualidad, la dulzura de su mirada y su tímida sonrisa han cautivado a millones de personas alrededor de la esfera terrestre. Casi imposible amar al cine sin amarla a ella.

Michelle encendió la llama de su leyenda a finales de la década de 1970, cuando comenzó a realizar asiduas apariciones en series televisivas mediante papeles secundarios. No sería otro que el rechazado director Floyd Mutrux quien daría a una joven de mirada penetrante e inocente su primera oportunidad en la gran pantalla. The Hollywood Knights no fue, en efecto, un éxito comercial. Tampoco consiguió impresionar a la crítica cinematográfica. Sin embargo, sirvió para introducir a una Michelle Pfeiffer de 22 años una industria que instantáneamente se enamoraría de su desenfadado encanto.

80's: azul y etéreo como el mayor de los océanos

La penúltima década del siglo brindaba al cine mundial a una nueva estrella. Una inquieta y blanquecina dama de ojos color zafiro. Sus primeros pasos frente a la cámara fueron titubeantes. Cintas tales como Volver al amor, o adaptaciones televisivas de clásicos al estilo Esplendor en la hierba no supusieron en absoluto la punta de lanza para una actriz de dimensiones desconocidas. A pesar de todo, su belleza era un factor absolutamente empírico.

Este factor indujo a Michelle Pfeiffer a uno de sus papeles más desagradecidos. Arrastrada por el tirón mediático de su mirada, fue la elegida para suceder a Olivia Newton-John en la segunda parte de la atemporal Grease. Película tan eterna como efímera su sucesora. El escaso impacto y la baja calidad de la cinta, lastrada además por las expectativas generadas por su predecesora, confirmaron el más que augurado decapitamiento de la saga.

Sería un año después, en 1983, cuando llegaría su gran oportunidad. Brian de Palma sería un nombre clave en la carrera de una, por aquel entonces, jovencísima Michelle Pfeiffer. El Precio del Poder: Scarface, clásico absoluto del cine gangsteril, nos brindó a la tendenciosa Elvira Hancock, amor platónico de un Tony Montana enloquecido, sueño de ilusión de un Al Pacino encarnando a su álter ego llevado a su más alto nivel. La trabajadísima interpretación de Pfeiffer disparó su carrera. Todas las productoras deseaban a Elvira Hancock. Casi tanto como lo hacía Montana.

El resto de la década fue una continua siembra y recogida para la actriz californiana. Desde el absoluto éxito de Lady Halcón, misteriosa y anudada cinta acerca de la eternidad del amor invisible, un verso magnífico circundante a lo imperecedero, Pfeiffer cosechó una senda de éxitos incalculables. Su versatilidad interpretativa eliminó todo límite, alcanzando cotas tan diferenciadas como la fría Sukie Ridgemont en Las brujas de Eastwick o la viuda Angela de Marco en Casada con todos. Sin embargo, lo mejor esperaba con los dientes afilados.

Dos fueron sus grandes cotas individuales en la década de los 80. Junto a Glenn Close y John Malkovich logró Pfeiffer su primera nominación a un Oscar, en la categoría de Mejor Actriz de Reparto, por la sórdida y ampulosa Las amistades peligrosas. Sin embargo, no sería la última estatuilla a la que esa mujer de tez pálida y cabello dorado optaría en un lapso de tiempo reducido. Sólo un año después, Michelle Pfeiffer lograría la que sería, probablemente, su mayor expresión artística en la infravalorada Los fabulosos Baker Boys. Como Susie Diamond, y rodeada de los hermanos Bridge, completó una de las mayores interpretaciones en lo referido a sexualidad y atracción jamás vistas en una pantalla. Su dulzura se potenciaba con su pretensión. Sus ojos brillaban. Era magia. Tenía que serlo. Sin embargo, otra estatuilla, en esta ocasión a Mejor Actriz Principal, lograba escabullirse entre sus delicados dedos.

90's: consagración entre labios floridos

La adaptación de La Casa Rusia, novela negra de John Le Carré, junto a Sean Connery, fue el pistoletazo de salida de una década que supuso el asentamiento de la belleza sobre la plataforma hollywoodiana. El retorno a la vera de Al Pacino fue el siguiente paso. La incómoda pero fácil Frankie y Johnny reportó a Michelle una nominación a los Globos de Oro, premio al que optó durante seis años consecutivos entre 1988 y 1993, ganándolo sólo en una ocasión (lo hizo en 1989 con Los fabulosos Baker Boys).

Su encarnación de Catwoman en el intento superheroico de Tim Burton, Batman vuelve, estableció el éxtasis de su figura. El objeto del deseo de medio planeta se erigió hacia lo celestial al interpretar este papel. Más allá de su verdadera repercusión cinematográfica, actuó como solidificador de su leyenda. Como contraprestación de calidad, Jonathan Kaplan le brindó, con Por encima de todo, la que sería su tercera y última oportunidad de aspirar al Oscar. De nuevo denegada. La maravillosa La edad de la inocencia, ya en 1993, constituyó su última nominación a los Globos de Oro, y el fin de un sexenio de éxito incalculable. Una nueva estrella se había consagrado en la constelación de Hollywood. Y la dulce y fuerte Ellen Olenska no será fácilmente olvidada.

A partir de ese punto, el fracaso de películas como Wolf o Mentes peligrosas frenó en cierta medida la meteórica progresión de su carrera. El siguiente paso en su evolución tendió hacia el drama romántico. Cintas como Íntimo y personal, junto a Robert Redford; Feliz cumpleaños, amor mío, al lado de Peter Gallagher; o la dulce Un día inolvidable al lado de George Clooney culminaron unos años en los que dedicó su esfuerzo interpretativo a la expresión de su lado más sensible e inexplorado. La década se cerraría con dos nuevas obras recordadas. La adaptación del clásico shakesperiano, Sueño de una noche de verano, y la clásica Historia de lo nuestro junto a Bruce Willis, en la cual se puede encontrar una de las más sinceras complicidades advertidas en la hermosa actriz en toda su carrera.

Nuevo siglo, nuevas expectativas

La edad nunca ha sido un límite para la belleza de Michelle Pfeiffer. Su madurez le otorgó ese grado de tenacidad para contrarrestar su habitual fragilidad. Con la llegada de la nueva década, la actividad cinematográfica de la californiana decayó notablemente. Su selección de proyectos se maximizó y sus éxitos individuales se fosilizaron. A pesar de ello, su mirada continuó cautivando a los mayores adeptos al séptimo arte. Más que reseñable resulta su papel en Lo que la verdad esconde, al lado de toda una institución como Harrison Ford.

Deliciosa fue la encarnación de la infeliz Rita Harrison en la conmovedora Yo soy Sam, maravillosa cinta protagonizada por un excelso Sean Penn que apela al fin último de la felicidad. A la cruda reintegración de los sentimientos y a la cálida necesidad del afecto humano. Stardust, Efectos Personales o Sombras Tenebrosas han sido algunos de sus proyectos más reseñables desde entonces.

A lo largo de su extendida experiencia en la gran pantalla, Michelle Pfeiffer ha demostrado una planta extraordinaria. Su magnífica versatilidad, su aguda ironía y su indomable y exótico encanto perduran con efervescencia pasadas décadas desde su primera y tímida aparición en un negativo fílmico. Michelle encarna la eternidad, acoge la extenuación de lo lírico, maximiza lo artístico y lo convierte en poesía barroca. Pocas bellezas duran, pero, sobre todo, ninguna lo ha hecho jamás con tal potencia. Michelle, una estrella con brillo especial. Un símbolo del arte encarnado. Algo irrepetible.

Fotos: Decine21, Echonovemberecho, Wikia, Twoplustwo.

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