Crítica 'Silencio': la fe mueve montañas
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Durante el s. XVII Europa era un polvorín de guerras de religión, el viejo mundo se desangraba entre herejías, brujas, católicos, protestantes y luteranos. Las guerras de religión cubrieron al continente en una espesa neblina de intolerancia que tardaría en irse un siglo entero. La fe se convertía en el motivo de lucha de los estados, trascendía el propio mensaje de Dios que quedaba en un segundo plano ante la realidad geopolítica. Los jesuitas eran vistos por sus contemporáneos como una poderosa organización que imbricaba a todos los sectores de la sociedad, grandes filósofos, militares, banqueros y teólogos formaban parte de una organización que había sido expulsada de varios estados europeos por su desmesurado poder.

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En esta realidad de intolerancia y dogmatismo los jesuitas se lanzaron a la aventura de la evangelización, en algunos lugares del mundo el sistema funcionó, quedaba ahora la enorme tarea de evangelizar el país japonés. Con este punto de arranque comienza la nueva película de Scorsese, Silencio cuenta la historia de dos jesuitas (Adam Driver y Andrew Gardfield) en Japón en su búsqueda del padre Ferreira (Liam Neelson). La película, basada en el libro de Shusaku Endo, se divide en dos vertientes: por un lado, el empeño de dos jesuitas por evangelizar a un pueblo y segundo los cuestionamientos de fe que los propios monjes se hacen ante tan dura realidad.

En sus casi tres horas de duración el director explora los más oscuros caminos de la religión, del catolicismo y de la propia alma humana. Silencio es una profunda reflexión sobre las bondades de la religión y la adaptación de la misma en un medio hostil. La represión hacia los católicos japoneses es representada con arduas cotas de dramatismo que hieren al espectador occidental ante sus certezas metafísicas inestablemente construidas. Pocas películas de estudio pueden llegan a reflexiones tan profundos sobre las sociedades, la religión, la política y las costumbres. El director de Uno de los nuestros ofrece un mensaje certero: el sueño de dos locos no puede prosperar en un país asentado con sus propias formas de fe, por mucho empeño que se le ponga. Un derrotismo metafísico que la propia película intenta nivelar con las exageradas muestras de espiritualidad que expresan los campesinos japoneses.

Las devociones son plasmadas con el quebranto de los espíritus de los dos jesuitas que ante una realidad demasiado enorme para su Dios no les queda otra que pisarlo. Un mensaje silencioso, contrarreformista y trentino en un mundo demasiado agnóstico para reflexionar sobre los misterios de la fe. El cristianismo se topa contra un muro de realidad contra el que las misas y las confesiones de los dos jesuitas no pueden competir.

La atmófera de exacerbada fe diletante rezuma iconodulía en un país con sus propios credos. El silencio encomiástico y la actuación de Andrew Gardfield convierten a la obra en un nivel superior del director de Queens. El obispo del cine norteamericano asciende a cardenal en silencio.

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