Sin el gol, el fútbol no existiría. El deporte rey caería ineludiblemente de su trono, convertido en un juguete roto y absurdo de posesión estéril, sin ninguna finalidad. El gol es el corazón del fútbol. Pero hay un actor en este teatro, un hombre solitario, marginado con una indumentaria de otro color, que se opone a la alegría de la hinchada rival. Es el máximo artífice del egoísmo, el paternalismo encarnizado, la defensa a ultranza de los intereses de su equipo. Un tipo que siente orgullo en los empates a cero, que quiere negar la razón de ser del fútbol, pero que, paradójicamente al mismo tiempo, es necesariamente vital para el juego. El dolor de la vida.

En San Lorenzo hay tres hombres valerosos, que no hacen caso de los consejos del poeta que advierte: “Mejor ser del montón, que estar en el lugar del solitario”. Porque ellos no leen a Henri de Montherlant, ellos prefieren a Elena Medel y devoran minutos antes de cada partido un verso que es para ellos dogma: “Ningún meteorito de cristal rasga tu aura”.

En San Lorenzo hay tres hombres valientes, que ejemplifican el ciclo de la vida. Leo Franco es el anciano sabio, peregrino, que cuenta a quien quiera aprender sobre sus aventuras que cruzaron el charco y se depositaron en España, e incluyeron también un paseo por el viejo imperio otomano. Sebastián Torrico representa al varón en la flor de la vida, pleno de energías y, aunque sin salir del país, también viajero y conocedor de lugares. El presente en el arco de Almagro. Por último, José Devecchi es el joven inquieto y soñador, un iluso aprendiz que jamás ha visto barreras aparte de las de los tiros libres en contra. Un niño aún, que nunca salió de casa, pero cuya tutela está impregnada de los saberes de sus antecesores. El destinado a ocupar el lugar del solitario.

Leo Franco, el sabio peregrino

A un paso de una bien merecida jubilación, Leo Franco regresó al país que lo vio nacer, a donar parte de su sabiduría regada con minutos, horas y días enclaustrado entre tres palos que ni siquiera forman un triángulo, por lo que es la peor de las cárceles, la voluntaria. El chico de San Nicolás de los Arroyos estaba destinado a ser la última esperanza, y este camino le condujo a enfundarse los guantes y defender a un equipo de fútbol. No podía ser de otra manera, nacido en un lugar con dos parroquias de relevante nombre: el santuario del Perpetuo Socorro y la de María Auxiliadora.

Al cumplir los dieciséis años, guarda cuidadosamente unos guantes en una maleta, que apenas le cierra debido a todas las esperanzas que ha metido dentro. Se muda a Buenos Aires. Dos años después, debutaba en Primera División con Independiente de Avellaneda. Vuelve a sentarse sobre su maleta, con sus sueños bien doblados, y la empuja por el aeropuerto en busca de los vuelos internacionales. Muchas horas después aterriza, transbordos mediante, en Mérida, en cuyo club, por aquel entonces militante de Primera División, no disputa ni un solo encuentro. Cedido al filial del Mallorca, decide que se acabaron las balas de fogueo. Tras una temporada donde sobresale, se le da la oportunidad en el primer equipo y no la desaprovecha, puesto que no se moverá prácticamente de la titularidad en las siguientes cinco temporadas. De la consecución del título de la Copa del Rey a la celebración personal que supuso su fichaje por el Atlético de Madrid. Otras cinco temporadas en la capital, donde es recordado como un arquero de época.

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Visitó Turquía de mano del Galatasaray durante una temporada, en la que lejos de ser un turista más, defendió la portería turca en 26 ocasiones. De allí, volvió a su segunda patria, esta vez a Zaragoza, donde su avanzada edad no le permitió mantener su puesto bajo palos. A pesar de ello, salvaguardó el arco casi siete decenas de veces en sus cuatro temporadas al amparo de la Virgen del Pilar. Añorando las parroquias que le empujaron al éxito, Leo Franco se vio a sí mismo a través del tiempo, en un aeropuerto, español esta vez, de nuevo en busca de los vuelos internacionales. Volvía a casa. Recaló en San Lorenzo de Almagro, cruzando su vuelo con el de Cristian Álvarez, que viajaba desde el mismo punto y al mismo tiempo, pero en dirección contraria.

A la extensa trayectoria del ángel protector de San Nicolás se le suma su participación esporádica en la selección argentina, siempre a la sombra del Pato Abbondanzieri. A pesar de los pocos minutos que Leo Franco defendió la frontera de su patria tuvo la oportunidad, desaprovechada, de convertirse en héroe nacional. La caprichosa Copa del Mundo de 2006 cruzó a Alemania en el camino de Argentina en un malabar de adivinanzas que anticipaba la final del Mundial ocho años más tarde. Entonces, la lesión de Abbondanzieri colocaba a Leo Franco en el punto de mira, ya que, con el empate en el tiempo reglamentario y tras no romperlo en la prórroga, ambos conjuntos se batían en un duelo a once metros. Fallaron Ayala y Cambiasso. Leo Franco no fue capaz de hacer errar a ningún rival y recogió el balón de la red una y otra vez, mientras veía el brillo de la victoria en los ojos de Neuville, Ballack, Podolski y Borowski, sucesivamente. Le queda esa cicatriz al portero de lo que pudo ser y no fue. Quizá sea el Mundialito el modo de tapar esa vieja marca. Quizá sea su "pudo ser y fue".

Sebastián Torrico, talismán en Boedo

A casi mil kilómetros de distancia y con tres años de diferencia, el matrimonio Torrico nombraba Sebastián a su hijo. Creció correteando arriba y abajo la Avenida San Martín y de entre los viñedos en los que se crió viajó, como todo fruto de vid, al equipo bodeguero de Godoy Cruz. Pelándose las rodillas en la Nacional B, logró convertirse en valedor de su equipo y, después de hacerse enorme en dos ocasiones ante los delanteros de Nueva Chicago que le encaraban, firmar el ascenso a la Primera División argentina, por primera vez en la historia del club. En una de ellas, un resorte en la corva de la pierna derecha le negó el sabor de la gloria al hermano mayor de Higuaín, Federico. En la otra, su cuerpo adquirió una dimensión infranqueable para un nublado Carranza. Sacado a hombros, disfrutó 150 partidos en el club de su ciudad, antes de cruzar el país para asentarse en el barrio La Paternal, al noroeste de Buenos Aires. “No me olviden, volveré”, debió pensar. Y volvió, porque solamente permaneció un año bajo la insignia del Tifón de Boyacá. Tras su regreso, compartió una fraternal competencia con Nelson Ibañez por la titularidad, torneo personal en el que venció Sebastián Torrico. Después de su experiencia en medio de un tifón, el intrépido arquero, cual aficionado a los fenómenos meteorológicos salvajes, se fue guantes en manos al Ciclón de Boedo, a su club actual. A San Lorenzo de Almagro. Allí fue el pacífico sustituto de un polémico Pablo Migliore, culpable de militar en la cantera de Huracán, rival de San Lorenzo, sospechoso de simpatizar con Boca, otro de los enconados adversarios del Ciclón, y, por último, lo más grave, acusado por vía legal de encubrir a Maxi Mazzaro, un barra brava de Boca Juniors. Su debut no pudo ser mejor, en tanto que negó dos penaltis contra Deportivo Morón y guió a su nueva camada hacia octavos de final de Copa. Su debut en Liga, también con victoria, envió a Independiente a la Nacional B. Talismán en Boedo, entre sus mayores logros están una racha de 540 minutos con el arco impermeable y una mano bañada en sueños que un rato después estaría tocando la copa entregada al vencedor de la Liga Argentina de 2013. ¿Lo estará también el Mundialito de Clubes de 2014?

José Devecchi, un enamorado que espera

Hace tres años, José Devecchi disputaba en septiembre un partido con el juvenil de San Lorenzo que acabaría con el Cuervo saliendo campeón de la Séptima División argentina. Desde aquel campeonato, el joven guardameta ha venido desafiando a Calderón de la Barca y su “los sueños, sueños son”. Devecchi es una realidad, desde que fichara por San Lorenzo durante una elección de talentos en 2008. Los buscadores de oro, después de zarandear su cuenco, encontraron una pepita valiosa en la figura de Devecchi. Cabe insistir en que en septiembre de 2011 el portero estaba jugando en séptima división. Tres años más tarde está a dos partidos de proclamarse dueño del mundo con su equipo. No está permitido en Boedo soñar murmullos con los ojos bajos. La voz potente, la cabeza alta y una frase de Faulkner en su corazón: “La sabiduría suprema es tener sueños bastante grandes, para no perderlos de vista mientras se persiguen”.