La historia que os voy a relatar comenzó una fría tarde de diciembre en la actual calle Reina Victoria, en lo que hoy es la Plaza de la Ciudad de Viena, entre las calles Beatriz de Bobadilla, Santiago Rusiñol y el Paseo de Juan XXIII, en la que se ubica el cuarto edificio residencial más alto de Madrid, la Torre Metropolitana. Aquella tarde Pedro, padre de un hijo y licenciado en Ciencias de la Información en paro, se incorporó a su puesto como nuevo portero del lujoso edificio, una Torre residencial constituida por luminosas viviendas de 93 metros cuadrados con hilo musical, servicio de mantenimiento exclusivo y unas excelentes vistas.

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Con la vocación intacta, pero su rostro y bolsillo saqueados por la necesidad, se enfrentó a la poderosa presencia de aquel edificio de 25 plantas que dibujaba la inmediatez de su realidad vital. Sintió vértigo al mirar hacia arriba, la planta veinticinco parecía pretender alcanzar el cielo y un escalofrío le recorrió el espinazo cuando por primera vez atravesó el umbral de la puerta de la planta baja. Un pequeño y frío cuarto acristalado le aguardaba bajo la inmensidad del cemento, la redacción quedaba lejos y el periodismo se disfrazaba de quimera, mientras soñaba hacer conexiones en directo con el teléfono de recepción, creía ver en la escoba el micro desde el que relatar los partidos y fantaseaba con los bidones de basura convertidos en improvisadas unidades móviles desde las que conectar con satélites dispuestos a difundir su trabajo. No tardó en comprobar que aquellos utensilios tenían otro tipo de funciones, igualmente nobles, pero lejanas a las que había llamado su vocación, aun así y como soñar es gratis se dispuso a ejercer de forma sobresaliente su trabajo con la única condición de que desde el minuto uno sería el cronista de su propia vida.

Pedro no se dejó vencer por la desesperanza sino todo lo contrario, pisó con firmeza aquel suelo con una emoción telúrica que sintió bajo las suelas de sus zapatos. No en vano como socio del Atleti, sentía que en cierto modo regresaba al que siempre había sido su hogar, pues aquella Torre había sido construida sobre los terrenos que albergaron el antiguo Stadium Metropolitano, la casa del Atleti desde 1923 a 1966, año en el que se mudó al Calderón.

El trabajo como se preveía no le llenaba, los inquilinos como en botica, había de todo, pero en su inmensa mayoría mostraban respeto por aquel joven que les resolvía problemas cotidianos de la comunidad y les sacaba cada día la basura. Aun así en el fondo de su corazón intuía que aquel edificio tenía mucho que contar, mucho que decir, mucho que recordar. Y en una de aquellas muchas noches en las que Pedro hacía su ronda habitual supo que no había llegado a la Torre Metropolitana por casualidad, sino como periodista para hacer la crónica de las cargas muertas y vivas de un edificio que rezumaba recuerdos desde sus cimientos hasta el punto más alto de su desafiante estructura de hormigón, el piso 25, donde el ático arañaba un cielo de color rojiblanco.

A partir de ese instante los cimientos, las estructuras y sus muros exteriores, comenzaron a hablar, a crujir sentimientos guardados durante años que afloraron como el aroma fresco del césped recién cortado. Fue entonces cuando Pedro, el portero recordó que imaginar es un bello y sano ejercicio, muy especialmente si esta imaginación queda respaldada por el fuego fatuo de la historia, y de esta forma comenzó a redactar su crónica:

No queda traza visible de la leyenda, el Metropolitano es un viejo fantasma que descansa bajo este subsuelo, pero las emociones impregnan el lugar. Un estadio increíblemente sencillo y de capacidad limitada inunda de emociones la Torre Metropolitana, en la que al caer la noche susurran ovaciones y goles de otros tiempos. En sus muros creo ver las gradas construidas solamente en el lado sur, en la pendiente de sus escaleras intuyo el desnivel del terreno y la cabecera sureste sobre la que se había construido un anfiteatro aprovechando el citado desnivel. En el silencio de la noche retumba el portazo de la vivienda del piso 23, tan poderoso como aquel zapatazo de Monchi Triana que abrió la leyenda un 13 de mayo de ese mismo año bajo la atenta mirada de Julián Ruete.

Por los pasillos de la planta número seis, Rivilla hace suya la banda derecha de la Torre residencial, mientras Ernesto Griffa escribe diez años de regularidad y entrega en la planta número cinco del Metropolitano. Con el nº2 Alfonso Aparicio pasea por la segunda planta su solidez defensiva entre portones y escoltado por Riera y Silva. El dorsal nº3 y la planta tercera, queda inundada por la elegancia, regularidad y talento de Isacio Calleja.

Por la planta número nueve, por la zona noble de la Torre Metropolitana, Luis Olaso hace goles en el silencio mudo de la madrugada, mientras Julio Elícegui, “el expreso de Irún” rompe las barreras del recuerdo con su pundonor y su empuje para colgar en el ascensor de aquella planta un cabezazo que le da la primera Liga del Atlético de Madrid. En la planta nº20 las paredes se aterciopelan cuando el desaparecido cronista de Diario Pueblo, José María Úbeda redacta su crónica entre escaleras. En ella bautiza a la delantera del equipo dirigido por Emilio Vidal como la “Delantera de Seda”, que compuesta por Escudero, Juncosa, Vidal, Silva y Campos, despliegan su sedoso fútbol por las plantas siete, ocho, nueve, diez y once de aquel edificio.

Una sombra juguetea entre la ceniza de la noche y como melodía de sangre hace de las suyas por la planta número diez, no es una sombra, es el fantasma de Ben Barek, que me saluda, hace una pared con Pérez Payá, y construye y golea golpeando recios balones que atraviesan telarañas grises que flotan inalcanzables en el desván de nuestra memoria. En la planta siete, la de Escudero, el murmullo de una grada que se siente feliz se percibe por los pasillos, allá donde su pierna zurda, y la vieja pátina de un fútbol en blanco y negro, hizo feliz la vida de aquellos aficionados que acudían en los años cuarenta y cincuenta al Stadium del Metropolitano. En la planta once Juncosa, refleja su talento sobre cristales que tintinean por los sueños de los vecinos, mientras recuerdan a Carlsson, y a una “Delantera de Cristal”.

Ufarte reclama también su lugar en la planta nº siete del Metropolitano, Enrique Collar se pide la once para formar junto a Peiró el “Ala infernal”. Adelardo, desde la planta nº4, hace lo propio enfundado en su chaqué de mediocampista. Por la planta doce Helenio Herrera reflexiona y llama a la puerta de los éxitos, solicitando a los colchoneros su papel como jugador número doce. Por aquellos recuerdos impregnados en las vigas de acero de aquel edificio, rebosan instantes del crepúsculo para formar una línea de diamante compuesta por Mendoza, Vavá, Peiró y Collar. Y entre aquellas vigas aún resuenan los aplausos del posiblemente gol más bello contemplado en el Metropolitano. Primera ronda de la Recopa contra el Dínamo de Zagreb, año 1965, el portero Madinabeytia neutraliza un córner visitante y saca rápido con la mano para Mendoza, que al borde del área propia comienza a dibujar su obra maestra, sortea a cuatro rivales en un derroche de calidad y potencia, al rebasar la zona media, otea el horizonte e identifica el acompañamiento de varios compañeros en la contra, pero su zancada tiene pasaporte a la leyenda y sus ojos portan el brillo de la historia. En las inmediaciones del área rival deja sentado al penúltimo defensa y recorta la entrada del último con un giro. Encara al portero y con un sutil toque de balón supera su salida, acompañando con su carrera el balón al fondo de las mallas. Un mar de pañuelos blancos sirven para redactar la crónica de una jugada eterna, el gol angoleño por el que salió a hombros y que reverbera por las gradas imaginarias de la Torre.

Aquel bendito suelo jamás los olvidará, como tampoco lo haré yo, vuestro portero, que en la planta número uno me enfundo unos guantes de lana para percibir las sensaciones que experimentaba Marcel Domingo, al defender una portería en la que también Tabales y Pazos fueron leyenda. Y en aquella portería de la que encontramos su único vestigio en el frío y desangelado cuarto de una Torre residencial, nuestro protagonista, ejerce de portero y cronista del Metropolitano, emblemático estadio perdido en el que germinó un sentimiento y floreció la emoción. El sentir de una afición muy ligada al público de los Cuatro Caminos, a madrileños de Tetuán de las Victorias, de las zonas de Argüelles y, por supuesto, del paseo de la Reina Victoria. La crónica del recuerdo cierra el olvido y rescata un estadio construido como parte de la urbanización Colonia de Metropolitano, con un aforo de 25.000 espectadores, hundido bajo el nivel del suelo, en un anfiteatro natural, y perdido entre las paredes de una Torre residencial. Una torre en cuyo ático, tan cercano al cielo, aún sobrevuelan sueños y sentimientos rojiblancos, aquellos en los que se exhiben las cinco ligas, las cuatro copas y la Recopa que ganó el Atleti en el Estadio Metropolitano.

Con el eco de un susurro termina su ronda que es crónica, atribulado por los canticos de la brisa que se escapa por los recovecos del recuerdo, le parece oír el sonido de la piqueta de demolición, con el sonido del rasgar del papel de su entrada identifica el adiós a la populosa Gradona ...., adiós a la Lateral, "Grillera" o "Jaula" y adiós al espectacular peregrinaje rojiblanco desde el metro de Cuatro Caminos hasta el final del Paseo de la Reina Victoria ....

La crónica se hace edificio y el suelo se hace Estadio perdido, la Torre te lleva al Metropolitano, el Metropolitano al recuerdo, el recuerdo a la crónica, la crónica al periodismo y el periodismo a la realidad. Pedro, nuestro portero, regresa a ella mientras saca la basura y apaga las luces del estadio de sus sueños.