Cuando el colegiado inglés George Reader hizo sonar su silbato para dar por concluído el encuentro, nadie se movió de su asiento. Más de 170.000 almas permanecieron en silencio, calladas, atónitas ante lo que acababan de presenciar. El llanto vendría más tarde, pero en ese momento, la incredulidad les impedía reaccionar. El pueblo brasileño no estaba preparado para eso. Brasil debía ganar ese partido, esa Copa del Mundo, su Copa del Mundo, pero no lo hizo.

Fue el 16 de junio de 1950 cuando la selección uruguaya se propuso impedir que Brasil alzase el primer Mundial de la historia. Los charrúas llegaban a la cita como invitados a una fiesta preparada para que los anfitriones levantaran su primer cetro mundial, pero no se conformaron con el papel de testimonio. Todo un carnaval estaba listo para festejar el triunfo brasileño. Los jugadores locales, incluso, ya tenían relojes de oro que les habían regalado con la frase "Campeones del mundo" serigrafiada en su lomo.

Sin embargo, caprichoso el fútbol, esa tarde de junio, la imberbe selección de Uruguay se propuso revalidar el título en un escenario en el que prácticamente nadie daba nada por ellos. Brasil lucía engalanado, estrenaba un escenario idílico dispuesto a brindar una copa a todo un país hambriento de éxitos futbolísticos. Los locales jugaban a un fútbol alegre y vistoso, casi de circo. Había que dejarles hacer y luego aplaudir. Pero los uruguayos irrumpieron en el circo para tomar parte de la función. Entraron en la jaula y domaron a las fieras.

Aquel Mundial se resolvió con una fase de grupos en la que España, Suecia, Brasil e Uruguay debían decidir cual sería el ganador. Tras llegar con ventaja respecto a sus oponentes, anfitriones y charrúas se jugaron el título en la tercera jornada. Brasil formó con un once más bien ofensivo, con un esquema parecido a un 4-1-4-1 en el que Friaça, Zizinho, Jair y Chico formaban una línea de hombres ofensivos por detrás de Ademir, máximo realizador del torneo con nueve dianas.

La fiera es domada

Los uruguayos enseñaron al mundo el camino para ganar a Brasil. Su premisa, no dejarles imponer su juego, impidiéndoles jugar el balón con comodidad, y no amilanándose ante las acometidas rivales. No fue un juego excesivamente brillante, pues no era esa la principal cualidad charrúa, pero tampoco fue agresivo. Simplemente fue valiente y efectivo. Once faltas les señalaron a los uruguayos, por 21 a los brasileños, lo que demuestra que no fue una persecución a por los locales. Marcaron muy bien a sus rivales en defensa.

Los uruguayos representaban el término medio, ni el preciosismo exquisito de los brasileños, ni el rígido posicionismo de los ingleses. Su victoria llegó por temperamento y agallas. El primer tiempo transcurrió con un intercambio de golpes sin acierto en el que los locales se sintieron algo más cómodos. Los uruguayos, sin embargo, no se inmutaban ante el rugido de los miles de aficionados que llenaban Maracaná. Tampoco lo hicieron cuando estalló la euforia con el gol de Friaça, que en el segundo minuto del segundo tiempo, recogió un centro de Ademir y cruzó el cuero ante la salida de Máspoli. El tanto hizo remover los cimientos del majestuoso estadio.

Pero los uruguayos no se desviaron de su camino, y se mantuvieron firmes en su idea. El gol no solo no les achantó, sinó que motivó su razón de ser. Sin nada que perder, se crecieron y llenaron de coraje para atacar con rapidez, protagonizando envites que acecharon el área de Barbosa. Fueron varias, y constantes, las llegadas, hasta que Shiaffino, asistido por Ghiggia, empaló un disparo que rompió el aliento de Maracaná. Era el minuto 66. Trece minutos después, crecidos y envalentonados, los uruguayos asestaron otro golpe demoledor. El golpe demoledor. Ghigghia, que había sorteado a dos rivales en la jugada del primer gol, hizo esta vez de verdugo, y sorprendió a Barbosa con un disparo que éste creyó haber atajado. Cuando se dio la vuelta, desde el suelo, vio el cuero en el fondo de la red.

El disparo de Schiaffino silenció el estadio de Maracaná

Varela, un líder estratega

Los últimos minutos del partido tuvieron tintes dramáticos. La masa de público animaba con gritos ensordecedores, los jugadores buscaban por todos los medios una reacción, pero Roque Máspoli se hizo grande bajo palos, tanto como el fantasma que sobrevolaría Maracaná los siguientes cincuenta y cuatro años. Tantos como tardó Alemania en hacer olvidar el Maracanazo a través del Mineirazo. Brasil no aprendió la lección, y volvió a sufrir un duro revés, si puede, aún más doloroso.

En el otro bando, Uruguay también lloraba, pero de tanto celebrar la victoria. Acababan de reconquistar un título que no alzaban desde la primera edición, organizada por ellos mismos veinte años atrás. "Fue casualidad", murmuró incrédulo Obdulio Varela una vez concluído el partido, sin terminar de creerse lo logrado. Varela, capitán de aquella selección, recibió la copa de las manos de Jules Rimet, que se la entregó casi a escondidas con un discurso de felicitación a Brasil escrito en el bolsillo, y que nunca llegó a leer.

Varela, que no perdió un solo partido con Uruguay, había confiado más que nadie en el triunfo uruguayo. 'El negro jefe', como lo apodaban, reconoció que intentó enfriar el partido tras el gol brasileó. "Esa máquina del fútbol nos iba a demoler. Demoré la reanudación del juego y vi que varios jugadores contrarios me insultaban, muy nerviosos. Tenían miedo de nosotros. Les dije a mis compañeros que éstos no nos podían ganar nunca. Nuestros nervios se los habíamos pasado a ellos. El resto fue lo más fácil", comentó años después sobre el partido.

Varela recibe, de las manos de Jules Rimet, el título de campeón del mundo.

El 'Maracanazo' fue una tragedia que sobrepasó lo futbolístico

Cuentan las crónicas de la época que aquella tarde varios aficionados perdieron sus vidas, lanzándose desde la grada al no encontrar sentido ni explicación a dicha tragedia. Barbosa, considerado uno de los mejores porteros brasileños del momento, seguramente el mejor, fue despreciado hasta el punto que, cuatro décadas más tarde, no se le permitió acudir a animar a sus compatriotas en las horas previas a otro torneo mundial. Aquella tarde, el público brasileño enterró a Barbosa. "En un país sin condena perpetua, parece que sólo yo estoy condenado de por vida", lamentó.

Varela pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, avanzando entre los sollozos de una hinchada que no encontró consuelo para una derrota de tal magnitud. Ese 16 de julio, una derrota sobre el césped traspasó lo futbolístico e hirió el orgullo de todo un pueblo, fulminado por una desilusión de tamaño natural que los cronistas brasileños llegaron a denominar como "La peor tragedia de la historia de Brasil".