Seis historias con otros tantos personajes en seis lugares distintos. Doce ojos que, tan alejados unos de otros, miran en la misma dirección. Seis corazones que, tan juntos unos de otros, laten en el mismo campo.

Fabián Luna, en medio del ciclón

Se había gastado el sueldo de casi un año, pero había merecido la pena. Las esperas en el aeropuerto, las turbulencias, el viaje eterno, el dolor de cabeza por el cambio horario. Con el gol que Matos marcó al Auckland City, esa deuda de cansancio con su cuerpo estaba pagada. El resto de semana era un regalo. Apenas podía creer que estuviera viendo salir al campo a su equipo, a su Cuervito del alma, al lado del Real Madrid, con el fin de disputarse la final del Mundial de Clubes.

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Miraba extasiado los gigantescos mosaicos de ambas hinchadas, entornaba los ojos para alcanzar a ver al príncipe de Marruecos, de tan solo once años, sentado en un trono dorado y presidiendo el palco. Rugía enloquecido junto a sus hermanos azulgranas: “Hoy tenés que ganar, que Boedo es un carnaval, acá está...”. Pararon de repente. Cuando recién acometían el renglón de la Plaza Butteler, Kroos avanzó por tres cuartos de cancha con la seguridad de un Panzer IV alemán. El germano cedió a la izquierda, hacia la avaricia de Ronaldo, cuyo disparo de zurda resultó defectuoso, convirtiéndose en un pase hacia Benzema. El francés se encasquilló con el césped. Retomaron los cánticos. Aullaban con cada entrada de uno de los suyos, que iban arrinconando el partido en lo que prometía ser una encerrona argentina. Fabián se volteó a comentar algo hacia su compañero de la fila de atrás, mientras en el campo Ronaldo ensayaba un tiro libre, sin fortuna. Vio a Ramos jugar con precisión en largo, también a Benzema escorado a la derecha. Sin tener amplios conocimientos sobre fútbol, intuía al rival roto, demasiado dividido en parcelas. Abandonó un momento los gritos de aliento y tomó una profunda bocanada de aire. Estaba cómodo en el lugar donde estaba. Como San Lorenzo allá abajo.

Marcelo Luján, de la literatura al fútbol

Marcelo Luján nunca había odiado ser escritor hasta el sábado. El San Lorenzo de Almagro, el Ciclón, su Ciclón, se clasificó para jugar contra el Real Madrid. Él tenía una presentación de una novela que no podía aplazar. Despachó la tertulia lo más rápido que pudo, pero a pesar de todo, cuando abrió la puerta de su apartamento escuchó a sus dos hermanos, que estaban de visita en Madrid, jaleando al Cuervo.

— ¿Qué pasó? —preguntó sin quitarse el abrigo.

Sus hermanos le informaron, poniendo énfasis en el colegiado, el cual parecía bastante desbordado en esos momentos. Después de ver dos minutos, Marcelo entendió el desarrollo del partido. San Lorenzo estaba frenando el juego, dificultando la marcha victoriosa del Madrid, ensuciando el lienzo. Se rió con ganas cuando Cristiano estrelló un balón en la barrera adelantada, formada por unos pícaros que previamente borraron la línea de espuma que trazó el árbitro. No había tasado en más del 2% la probabilidad que tenía San Lorenzo de vencer al Madrid antes del partido, pero aquel fútbol que le recordaba al potrero de su niñez le insufló ánimo. Escuchaba por la televisión los cánticos de La Gloriosa, que conocía de memoria y su esperanza crecía al ver al Madrid dominando sin profundidad, e incluso a los azulgranas crear conflictos territoriales que, paulatinamente, empujaban la zona de influencia blanca hacia campo propio. Su hermano mayor le acercó una cerveza, mientras que el benjamín le pasaba los pistachos. Peleaba por abrir uno cuando se percató de que la labor en la que se afanaba era realmente semejante a los intentos del Madrid. Abrir un resquicio imposible. Levantó la vista del pistacho a causa de un grito del locutor: Benzema había disparado desde fuera del área. Torrico, aunque en dos tiempos, blocó sin excesivos problemas. El comentarista exageraba, por eso Marcelo ni se inmutó con la siguiente exaltación proveniente del televisor, en un centro puesto por su tocayo y lateral izquierdo, que tampoco tuvo ninguna consecuencia.

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Osvaldo Soriano, a la derecha del padre

Otro escritor, al que Marcelo leía, se mordía las uñas sentado al lado de San Pedro. El otro santo, el terrenal y de Almagro, dominaba por momentos. Después de un inicio donde el Real Madrid cumplió sus promesas de conjunto superior y llevó en solitario las riendas del encuentro, el Cuervo cortaba el vuelo de su adversario, cercenando las jugadas a conciencia. Su defensa, o así le pareció a Osvaldo, era un campo de minas. Enseguida se arrepintió del símil y lo cambió mentalmente por La cúpula, la serie de televisión con guion de Spielberg. En definitiva, una zona de acceso restringido, vetada a los jugadores blancos. En ataque, San Lorenzo se limitaba a soltar globos sonda, sin ningún resultado.

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Osvaldo desde el cielo no quitaba ojo. Se temió lo peor cuando Torrico desvió un disparo mordido de Bale y el balón reposó junto al banderín. Kroos paseó hasta allí y levantó la vista. La funesta profecía del escritor se cumplió: Sergio Ramos se escapaba de Yepes, dejando atrás la veteranía del colombiano. El sevillano cabeceaba con la historia, desde la huella de la memoria de Lisboa, desde la reciente pisada ante el Cruz Azul. El Real Madrid se adelantaba en el marcador. Osvaldo Soriano miraba a San Pedro, mordiéndose el labio inferior y retorciéndose las manos. Desesperado por los estériles movimientos de Cauteruccio, por los débiles remates de Barrientos y por los desvanecidos centros al área, no pudo contener más la pregunta y se dirigió al Creador:

— Ché, y vos, ¿no podés hacer nada?

Papa Francisco I, de palomas y cuervos

Tras la reunión con los obispos, Jorge Mario Bergoglio se despidió apresuradamente y se puso en camino hacia su habitación de Santa Marta. Pasó por delante de la suite que rechazó y, cuidando bien que nadie le observara, se arremangó la sotana y apresuró sus pasos. Cerró la puerta, dio orden de no ser molestado y encendió un pequeño aparato de televisión que esperaba en silencio sobre un humilde escritorio. Era el descanso. Perdía 1-0 San Lorenzo. Kroos no había fallado ningún pase en la primera mitad. Se reanudó el partido y, aunque se reprochaba a sí mismo su actitud, se le escapó una breve oración que decía: “Porque ser de San Lorenzo es muy diferente...”. Sus plegarias surtieron efecto y su equipo dispuso de dos saques de esquina consecutivos. Yepes remató fuera y el azar acabó. Sin embargo, Kroos perdió su primer balón, quizá el encuentro estaba mutando.

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Isco, al que el pontífice intuyó una mirada demoníaca, conectó con Bale. El galés disparó sin potencia, al centro, pero seguramente por influencia del Maligno, Torrico se dejó tentar. El balón, tan dócil, se abrió hueco entre el brazo y el cuerpo del portero, para terminar dentro de la jaula de San Lorenzo. Era el 2-0. El Papa Francisco I, más humano que nunca, murmuraba:

— No, por favor, no, por favor, Torrico, no.

Y recordó el error que costó el puesto a Cristian Álvarez contra River. En aquel momento, el ánimo colectivo de la grada cuerva no supo entender al portero. Esta era la penitencia por no saber perdonar. Jorge Bergoglio, consciente del error pasado, rezó por su guardameta.

Viggo Mortensen, tirar la toalla

El actor refunfuñaba. Ariadna Gil, su pareja, preguntó qué le pasaba. Viggo, convertido por su locura por San Lorenzo en Guido durante noventa minutos, farfulló que estaba empachado del espectáculo que estaba ofreciendo Kroos. Su novia le miró con afecto y lo dejó por imposible. El actor analizaba desesperanzado el encuentro. Había esperado mucho más de San Lorenzo, la garra que demostraron en el arranque, el corazón que valió la clasificación en la semifinal. Algo, algo, algún vestigio de aquel equipo que levantó la ansiada Libertadores. Sin embargo, se encontraba atónito ante otra nueva oportunidad vikinga, mediante una volea de Benzema. Desviada por suerte. Aguante Ciclón, carajo. La entrada de Romagnoli y la elegancia de la circulación en botas del “diez” le mudaron el gesto hacia lo que casi fue una sonrisa. Pero cuando Barrientos disparó, cuando Casillas blocó, cuando Benzema asediaba otra vez el arco de Torrico, se dio cuenta de que todo estaba perdido.

Sonó una patada a Cristiano y Viggo apagó la televisión. Su amigo Orlando Bloom le había invitado a un cine de Broadway para ver juntos la última parte de El Hobbit, y, aunque llevaba amenazando desde el miércoles a su chica con no ir si San Lorenzo seguía vivo en el partido, se vistió rápidamente y dijo:

— Ari, voy contigo, aquí no hay nada más que ver.

Federico Sastre, un soplo de orgullo

Al menos podría ver el final. No se podía creer su mala suerte. Había estado echando horas extras en el taxi toda la semana para poder librar noventa minutos y, cuando volvía a casa, pinchó una rueda. Cuando llegó, tarde, su hijo le informó de lo que había venido escuchando por radio: los goles de Sergio Ramos y Bale, el inicio formidable de San Lorenzo y el cansancio que pesaba ahora sobre las piernas de los argentinos. Observó a Isco y James corriendo cuando el partido bordeaba su final y apenas pudo creer que llevaran a ese ritmo todo el partido. Así era.

Creía que ya no iba a disfrutar de su equipo. Toda la semana trabajando, esperando ese momento desde que eliminaron al Auckland City y, ahora, frustrado, encaraba los últimos minutos de un partido resuelto. Viggo Mortensen, a muchos kilómetros de donde él se encontraba, se equivocaba. Aún quedaba mucho por ver.

Quizá no para un aficionado normal, tampoco para los analistas, ni siquiera para los periodistas tan amigos de sacar punta a todo. Pero en los diez minutos que restaban, se escondía la vida de un padre de familia, obrero incansable, trabajador innegociable. El orgullo de un barrio. Kalinski retando a Casillas, Buffarini mordiendo los tobillos de Benzema, Mercier obligando al portero rival a estirarse una vez más. Y Buffarini insistiendo obstinado, con el resultado muerto y sin tiempo, pero sacando la casta y el orgullo que representa los valores de San Lorenzo. El taxista besó a su familia, besó el escudo de la camiseta, la cual había llevado puesta durante todo el día, y justo cuando el árbitro señalaba el final que encumbraba al Real Madrid a la cima del mundo, musitó: “Gracias, Cuervo”. Dos minutos más tarde, rugía el motor de un taxi por las calles de Boedo.

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