Fratelli d'Italia, l'Italia s'è desta. Hermanos de Italia, Italia se ha despertado. Con estas simbólicas palabras empieza el Canto degli Italiani, poema que hace las veces de himno nacional (con la oposición de más de uno que preferiría algo más solemne) desde finales de la Segunda Guerra Mundial, si bien hasta 2005 no se le dio carácter oficial. La letra compuesta por Goffredo Mameli, a la que Michele Novaro dotó de una melodía simpática y pegadiza, está llena de arcaísmos difíciles de comprender y de metáforas rebuscadas, como corresponde al lenguaje (que se hacía llamar) culto de mediados del siglo XIX. Pocos transalpinos de hoy tienen idea de qué significa porgarsi la chioma, ni conocen la importancia histórica del elmo di Scipio, ni se les ocurre usar la palabra Iddio para referirse a la Divinidad.

Sin embargo, en un país que hace 160 años no existía, que ha tenido que tirar de los libros de Dante y Petrarca (y de la RAI) para inventarse un idioma común y que tiene tales jaleos internos que han tenido que inventarse el delito de "discriminación territorial" para intentar controlarlos, en cuanto suenan los golpes de trompeta que arrancan el Canto, todo el mundo se exalta enfervorecido. Sobre todo si por ahí cerca hay un balón que patear, para jugar a eso que llaman calcio, un deporte del que se dice que los brasileños lo convirtieron en arte, que siempre ganan los alemanes... pero en el que Italia se ha proclamado ya cuatro veces campeona mundial.

Para encontrarse un italiano en una final de UEFA hay que remontarse al Parma en 1999Nadie que sepa situar esta nación en un mapa y conozca un mínimo de la idiosincrasia de sus pobladores se atreverá a dudar de que, para ellos, el fútbol es una obsesión casi religiosa. Hasta tal punto les apasiona la noble arte del balompié que, en su afán de ganar, han sido capaces de renunciar a su otra gran seña de identidad: la obsesión por la belleza y la elegancia que tan bien identificó en su momento Enric González. Catenaccio, defensas de cinco con líbero y división entre el fantasista (el figurín que aporta la cuota necesaria de talento) y la legión de agonistas (los perros de presa que le rodean) son ideas que se han expandido, con mayor o menor fortuna, por todo el planeta, pero que proceden del único lugar capaz de admirar al mismo nivel a Totti y a Gattuso.

Para los italianos, perdedores de todas las guerras (incluso las que ganan), el fútbol es la única forma de triunfo que pueden permitirse. Funciona como válvula de escape para canalizar las frustraciones de un pueblo muy peleón, muy revolucionario, pero a la manera del Gatopardo. Da igual que la Democrazia Cristiana protagonice su enésima corruptela, o que Berlusconi meta en el Consejo de Ministros a una modelo de pasarela, o que la mafia cobre su pizzo con la misma religiosidad con que el inquilino del trono de Pedro suelta su última diatriba de obligado cumplimiento en un país formalmente aconfesional. Si alguna squadra, sobre todo alguna de las fuertes, de las de rayas negras, alza un trofeo más allá de sus fronteras cada cierto tiempo, todo puede continuar sin riesgo de explosión. Porque, como dijo Palmiro Togliatti, muchos años secretario general del Partido Comunista, "¿cómo vas a hacer la revolución sin saber el resultado de la Juve?"

El hundimiento

En esto, poco a poco y sin que nadie se diera cuenta bien del cómo y el porqué, el equilibrio precario que había conseguido sostenerse durante varias décadas se vino abajo. Los mejores futbolistas del mundo dejaron de fijarse en la península Itálica para poner sus ojos en la Ibérica, o si acaso en Inglaterra y Alemania. Los equipos del Bel Paese perdieron nivel al mismo ritmo que la Nazionale. Dos espejismos fugaces (el campeonato de Europa del Inter en 2010 y el segundo puesto continental de la Azzurra dos años más tarde), permitieron mantener la vana ilusión de que el nivel se mantenía. Pero la UEFA, fría e implacable bajo el mandato del otrora ídolo Platini, asestó el golpe definitivo en el verano de 2012, cuando decidió degradar a la Serie A a la categoría de comparsa y concederle sólo tres equipos en Champions, en lugar de los cuatro que podía enviar hasta entonces. Una afrenta más que sumar a la larga lista de cuentas pendientes con Alemania, la beneficiada de rebote.

¿Cómo es posible que la Serie A tenga tres equipos en semifinales este año?Ante esta situación de catástrofe, los tres que quedaban, que iban variando anualmente, ¿qué hacían? El ridículo. Desde aquella hazaña del Inter de Mourinho sin italianos en el once inicial, se cuentan con los dedos de una mano, y sobran, las veces en que la bandera tricolor ha vuelto a asomarse no ya por el cuadro de honor, sino siquiera por los cuartos de final. Con resultados, además, bastante vergonzosos: al mismo Inter aún le duele el 3-7 global que le sacudió un vulgar Schalke 04 en 2011, igual que al Milan el 1-3 del año siguiente en Barcelona, o a la Juventus el 4-0 del Bayern en 2013. Y el año pasado, ni eso: los únicos que superaron la fase de grupos fueron los rojinegros, apeados con estrépito en octavos por el Atlético de Diego Costa y compañía.

Si el fútbol italiano se había convertido en segundón, qué menos que esperar buenos resultados en la Europa League, la especie de segunda división del panorama internacional, ¿no? Pues tampoco. Pese a que los equipos italianos son, en conjunto, los mayores dominadores de la competición con 9 títulos, en la historia reciente ha habido años en los que ningún italiano ha conseguido llegar tan sólo a octavos de final. Lo único destacable de los últimos tiempos es la semifinal de la Juventus la pasada temporada. Antes de eso, para encontrar un italiano en una final hay que remontarse al campeonato logrado por el Parma... ¡en 1999!

Equipo del Nápoles a punto de empezar un partido de Europa League. Foto: Spazio Napoli.

Los datos no mienten: confirman que el fútbol italiano está sumido en la mediocridad. ¿O no? ¿Cómo es posible que la Serie A, que está a punto de poner el cartel de cerrado por derribo, haya conseguido plantar a tres equipos en semifinales este año? Porque no es sólo que la Juventus esté ahí, aunque tenga que sudar tinta para tener opciones de hacerle daño al Real Madrid. Es que también el Nápoles y la Fiorentina han alcanzado la penúltima ronda de la Europa League y, con permiso de Sevilla y Dnipro, sus posibilidades de éxito son más que razonables. Sólo por comparar, sumando las dos competiciones sólo hay un club alemán (el Bayern). Ingleses, ni eso.

¿Ya es de día?

¿Cabe hablar, entonces, de una recuperación? ¿Italia vuelve a tener su poderío de antaño? En rigor, no parece. La Juventus ha tenido mucha suerte en los cruces, con el peor Borussia Dortmund que se recuerda y con un Mónaco al que todos consideraban el rival más débil de los cuartos. No es descabellado pensar que si le hubiera tocado algún pez gordo en los emparejamientos previos, sus probabilidades de llegar tan lejos habrían sido menores. Lo mismo se puede decir del Nápoles, que se ha visto las caras con rivales de poco renombre como el Anderlecht, el Dínamo de Moscú o el Wolfsburgo. La Fiorentina, que ha visitado al Tottenham, a sus compatriotas de la Roma y al Dínamo de Kiev, sí ha sudado un poco más, pero tampoco en exceso. Sin intención de restar méritos a los protagonistas de esta clasificación, hay que reconocer que la Fortuna ha sido benévola con ellos.

Se puede decir que el repunte de Italia es algo circunstancial, no respaldado por los cambios estructurales que tendría que haber detrás para que la tendencia se mantuviera en próximos años. Basta fijarse en la liga nacional para darse cuenta de que los problemas persisten y no hay solución a la vista. La situación económica de muchos clubes es cochambrosa, como atestigua el espectro del Parma que pulula por los bajos fondos de la tabla dando algún susto de vez en cuando a quien pille desprevenido. La competitividad ha desaparecido, apabullada por una Juventus muchos, demasiados, escalones por encima del resto. Los equipos de Milán, los pesos pesados tradicionales, están estancados en la zona media, confundidos con sus recientes o inminentes cambios de propiedad. El público, torturado por horarios extraños, precios desorbitados y decisiones federativas difíciles de comprender, tiende a abandonar las gradas a lo largo y ancho del país. El análisis detallado de las causas y consecuencias daría no para un artículo, sino para toda una enciclopedia.

Todo puede ser que, por orgullo o por simple afán de llevar la contraria, la próxima Supercopa de Europa sea un derbi. A fin de cuentas, por muchas conjeturas que se hagan, esto no deja de ser un juego sometido a muchas circunstancias aleatorias, con las que cualquier teoría o estrategia se viene abajo si a la pelotita no le da la gana de entrar. Así pues, lo más sensato es disfrutar del momento, y confiar en que este despertar vaya acompañado de una buena taza de caffè que permita mantener la vigilia sin volver a caer en la pesadilla.