Un sabor turbio y áspero se pasea por el paladar. Una sensación olvidada tras la hemorragia de éxitos, que deslumbran todavía a la vuelta de la esquina más próxima. El día después suele ser el más complicado, cuando las toneladas de adrenalina segregada desaparecen y comienza la digestión de lo acontecido.

Acostumbrado a ganarlo todo, al Barcelona sólo le quedaba una alternativa: perder algo. Al cuadro azulgrana se le han caído en cuatro días la Liga y la Champions, batalladas hasta la última milésima.

A pesar de no revalidar el título europeo (nadie lo ha conseguido) y el doméstico, el Barcelona puede cerrar la temporada con cuatro títulos (tres ya los ha ganado), jugando, además, todos los partidos posibles del curso menos uno. El equipo, por lo tanto, ha competido, que es lo que se le debe exigir a cualquier club.

Se pueden discutir algunas decisiones de Guardiola; lamentar el desacierto de Leo Messi en los dos últimos partidos; hacer objeciones a la configuración del plantel; debatir sobre la ausencia de un Plan B ante equipos que utilizan la legítima táctica de encerrarse, anotar que esta maratón disputada a ritmo de 1.500m (como dijo Mourinho) le ha pasado factura física a algunos jugadores, pero la situación del club azulgrana es envidiable: Dispone para acometer una reconstrucción parcial del mejor jugador del Mundo, Messi; de un puñado de jugadores de 'acompañamiento' que observan el ocaso de su carrera a largo plazo;  y de un modelo instaurado desde hace más de dos décadas que funciona. El único obstáculo importante que se divisa a corto plazo es la continuidad de Guardiola.

A diferencia de otros grandes equipos, que dejaron de ganar por el ocaso de sus estrellas, el Barcelona no está en el final de un ciclo, sólo experimentando algo tan común en el deporte (y en la vida) como la tristeza por no alcanzar lo anhelado.

El problema es que al Barcelona sólo le quedaba la disyuntiva de la derrota.