Cuentan que hubo un tiempo en Hispanoamérica en el que los golpes de estado se daban por teléfono. El general de turno anunciaba por conferencia al presidente de la nación los cuarteles, regimientos y divisiones que tenían de su lado, y sin necesidad de sacarlos a la calle, que eso de pegar tiros y marcar goles es muy pesado y te puedes hacer daño, se iban turnando en la poltrona según la fuerza que decían tener de su parte en ese momento. “Operadora, dígale que vaya empaquetando las fotos de la familia que estoy a dos manzanas y ya sabe que ha perdido, que tengo tres cañones más que él. Voy solo, sí, que cuesta mucho dinero la gasolina para sacar los tanques a la calle”. Mourinho ayer es lo que buscaba, una partida de ajedrez, en la que tuviera al madridismo de su parte antes de que rodara el balón, sentarse en el trono antes de que se supiera quién iba a salir vencedor. Ganar sin jugar, por simple acumulación de méritos, porque para el entrenador luso jugar es lo menos importante para alcanzar el éxito. Él primero gana y luego ya viene todo lo demás.

Empiezo a sospechar que a Mourinho el fútbol no le gusta, porque no entra en sus planes el componente esencial en todo juego, la incertidumbre. Esa arbitrariedad inherente incluso a la vida, le cabrea tanto que la desprecia, y si él dice que en su pizarra ganan el partido, el partido no se pierde. Aunque te venza el contrario, porque no será quien lo derrote, sino las circunstancias que no aparecían en su esquema: un árbitro que falla, unas horas de descanso menos que el rival o incluso un público que no aprieta lo suficiente para motivar a sus jugadores. A ese ilusionismo lo arriesga todo Mourinho, a hacernos creer que la bolita está donde ya no está.

El portugués se agarra a su baraka como a un clavo ardiendo, porque le ha ido funcionando. Una "Sheeempion" con Eto'o de lateral no es mala tarjeta de presentación de su fortuna inexplicable; pero jugar, lo que se dice jugar, el luso nunca juega a nada. Atiza, que no es poco, sobre todo cuando tienes al tercer o cuarto, o quinto, mejor jugador de fútbol del mundo en tu equipo repartiendo mandobles. Mourinho tiene todo organizado en su cabeza y cuando no ocurre lo que había diseñado, la culpa es de la realidad, que no se doblega como debiera a sus caprichos de demiurgo travestido de cantante de fados-punk. Hasta que le salga mal y le despojen de sus ropas (aunque para mi quisiera sus abrigos) y se queme desnudo, por pecador.

A veces parece Clemente, el resultadista de los mil centrales, con Fernando Hierro de pivote, pero ganando... cuando no pierde claro. Y ya. Un aburrimiento con pegada de martillo pilón de feria, subiendo la pieza hasta hacer sonar la campana, que al menos tiene buena banda sonora, la nueva versión de “Sinnerman” de Nina Simone.