Nadie pudo impedir que mostrara con orgullo los colores rojiblancos en su paseo hasta el Vicente Calderón, portando con alegría cada semana la bufanda rojiblanca junto a su mujer Rosa, a la salida de la estación de Pirámides. De los que llevaban el himno del Atlético de Madrid como melodía en el móvil, el de toda la vida, no el de Sabina. Juan Carlos Arteche (Maliaño, Camargo, Cantabria, 11 de abril de 1957 – Madrid, 13 de octubre de 2010) fue, es y será, santo y seña de la historia rojiblanca. Por mucho que algunos intentaran conseguir que dejara la entidad por la puerta de atrás, el cántabro tenía bien claro que el sentimiento de pertenencia, tan de moda ahora gracias a Diego Pablo Simeone, con el club iba más allá de lo estrictamente laboral, de los problemas profesionales que tuvo como futbolista. “Nada ni nadie conseguirá que deje de ser atlético”, anunció en su guerra judicial contra Jesús Gil.

Intentaron por todos los medios deshacerse de Arteche, pero no lo consiguieron. Era un ídolo de la afición. Cuando adquieres dicho estatus en la ribera del Manzanares, se antoja difícilmente derrumbarlo. Te vuelves casi intocable. Buscaron la forma de conseguir su marcha mediante una descomunal bajada de sueldo, incluso prohibiéndole entrar a la que era (y sigue siendo) su casa, el Vicente Calderón. Una tarde, a la orden de Jesús Gil, dos guardias jurados de la entidad rojiblanca denegaron su acceso al recinto deportivo. “¿La prohibición es para el jugador o para el socio Juan Carlos Arteche?”, preguntó, carnet de socio en mano. "No podemos dejar pasar a Juan Carlos Arteche, bien sea en coche, bien a pie”, especificaban las normas expresas del expresidente. No fue la única ocasión que tuvo que aguantar un desprecio. Jesús Gil lo apartó del equipo y lo obligó a entrenar al margen del grupo y con un preparador físico personal. El veto era tal, que tenía prohibido el acceso al estadio para ducharse después del entrenamiento, teniendo que regresar desde la Casa de Campo hasta casa para hacerlo.

Falleció en 2010 víctima de un cáncer. "Un día me levanté y oriné con color a coñac. Hacía 20 años que no tomaba coñac". Bromeaba con que tenía una batalla con "el bicho": "O gana él o gano yo y no estoy por la labor de que gane él"

Juan Carlos Arteche cumpliría 56 años este mismo día. La vida le golpeó desde bien pequeñito; aprendió, desde entonces, a luchar a cara de perro contra los problemas, dificultades o seriedades que intentaran tumbarle. Hace poco más de dos años que el cielo le abrió las puertas a consecuencia de un cáncer. Fue la única guerra que no pudo ganar. “Un día me levanté y oriné con color a coñac. Hacía 20 años que no tomaba coñac y fui al médico”, dijo en una entrevista. La batalla “al bicho”, como le gustaba llamar, como reconoció en una entrevista a El Larguero de la Cadena SER. "O gana él o gano yo. Y yo no estoy por la labor de que gane él", reconoció. Luchó contra él y lo espantaba a base de una particular medicina, la de ver los partidos del Atlético de Madrid como socio, en el campo, queriendo alargar su estancia. Porque a pesar de los desplantes de la entidad, nunca encontró ni la razón ni la fuerza suficiente para dejar de estar ligado al escudo del oso y el madroño.

El destino guió su carrera deportiva, la de un niño con afición al baloncesto, que es hoy en día la pasión de sus hijas. Cambió de pelota y de juego cuando comenzó a jugar al fútbol en el equipo juvenil del Racing de Santander, que lo cedió una temporada al Torrelavega. Debutó en Primera División en el año 1975 y con apenas 21 años fichó como jugador del Atlético de Madrid, donde echó raíces durante once temporadas. Junto a Luiz Pereira, formó la muralla del miedo, una línea defensiva peculiar. Mientras que el brasileño era todo clase y elegancia, todo toque medido y preciso, el cántabro era un jugador de choque, dispuesto a fajarse con su contrario en el cruce, con una fuerte personalidad forjada cuando a los 17 años le desviaron el tabique nasal de un cabezazo, resultado de una distintiva nariz huesuda y arqueada.

No fue el mejor futbolista de su época. Tampoco de su propio equipo. No lo necesitaba. Ni elegante ni técnico, ni apuesto ni refinado. Era, simplemente, Juan Carlos Arteche. Y con eso bastaba. Todo puro y noble corazón reforzado por una musculatura que no temía al choque, un jugador de equipo, capaz de ser capitán de un conjunto plagado de grandes jugadores, mejores que él. Tenía algo, ese algo que el resto de futbolistas no tienen. El tipo de jugador que todo entrenador quiere dentro de su vestuario, y no precisamente en el del contrario, ese futbolista que sus colegas de profesión lo quieren defendiendo su área, evitando partirse la cara con él en cada balón dividido.

Es historia rojiblanca. Es un pedacito del escudo del Atlético de Madrid. Es un hueco en el corazón de cada colchonero. Conquistó la grada con su entrega, su compromiso, su dedicación. Honró el apoyo mediante una Copa del Rey y una Supercopa, conseguidas ambas en el año 1985. Es inolvidable aquel partido contra el Real Betis en el Vicente Calderón. Tras un gol de Votava, el Atlético de Madrid buscaba empatar el partido. No había manera de atinar a meter la pelota. Los verdiblancos apostaban por la victoria, por ese 2-3 tan cómodo. Fueron los gloriosos cinco minutos de Arteche, marca propia, cosecha de Maliaño. Tiró de épica bajo una tarde lluviosa. Empató en el 86 con un cabezazo y repitió momento cuatro minutos después. Ganó el Atlético de Madrid y se lesionó Arteche en el gol de la victoria. Fue retirado en camilla, con el menisco roto, con la satisfacción del trabajo bien hecho. Unos días después, Vicente Calderón, por aquel entonces presidente, quiso gratificar su entrega. Le impuso la medalla de oro y brillantes del club en el hospital. Eran otros tiempos, días en los que se imponía la lógica, gestos que en la actualidad no existen.

Los niños de la época crecieron soñando ser como Arteche, un jugador que enaltecía los colores rojiblancos por su grado de compromiso, por su honradez, por su nobleza. Soñaban con dar el pelotazo y empezar de nuevo la jugada, cuando aún este recurso no era despreciado con pasmosa facilidad. Soñaban con hacerse respetar en la vida como él lo hacía dentro de un área. Los niños de hoy en día, en cambio, no sueñan con Arteche. No pueden. Porque no lo conocen. En octubre se cumplen tres años de su muerte. Aún no ha recibido homenaje alguno. La afición lo quiere; él lo espera desde el tercer anfiteatro del Calderón, desde donde defiende aún las rayas rojiblancas. Entonces, cuando se produzca dicho momento, cuando vuelva a ser visible para todos, cuando logremos instalarlo en nuestro recuerdo para que no se escape nunca, los niños sí soñarán cada noche con ser en los patios de colegio como don Juan Carlos Arteche.