Quizás la directiva de Osasuna lo sabía y por eso puso las entradas contra el Barça el sábado pasado a precio de filete de kobe. De ser así, se equivocó. Los más de 100 € que costaba cada asiento no era para asistir a un partido de fútbol sino para ser testigo de un prodigio. Lo que ocurre es que no fuimos conscientes hasta que el árbitro pitó el final y los jugadores, terminado el trabajo y con las revoluciones en desaceleración acelerada, hablaron con la prensa. Fue ahí cuando por intercesión de Montoya, el jugador del equipo de “La ciudad de los prodigios”, novelón, por cierto, escrito por el catalán Eduardo Mendoza, nos enteramos de que el césped tras el descanso estaba demasiado alto. En lo que tardas en darle tres sorbos a tu refresco, o en escribir un par de whatsapps: “Todo bien. Empate a cero, muy nervioso. A ver si aguantamos así hasta el final. Cenaré magras con tomate. Sí, he echado gasolina al coche (mentira) y he destendido la colada (más mentira)”; el césped creció. Sin que nadie de los más o menos 16.000 espectadores lo advirtiera el césped se convirtió en selva.

Pasó todo al revés, primero los precios caros, luego el partido aburrido que terminó sin goles y después la explicación de lo que había ocurrido, cuando ya los asistentes estaban o en casa o camino de ella contentos a medias por el punto conseguido y a medias decepcionados por la falta de espectáculo. Si les hubieran dicho lo mismo pero en sentido inverso, primero las declaraciones, primero el aviso del fenómeno que iba a desarrollarse ante sus ojos, todo habría sido diferente. Ustedes no vienen aquí a ver un partido de fútbol que consta de noventa minutos y a comerse un bocadillo entre los dos tiempos. Ustedes han pagado por los quince minutos del descanso, donde se obrará el milagro. Más de 100 euros por ser conscientes de que la hierba puede crecer en un cuarto de hora es un precio ridículo. El encuentro entre los dos equipos era la excusa, el relleno, el entremés y no el tema central de la reunión. A muchos incluso les habrá pillado en la cola del servicio o de la barra del bar pidiendo una cerveza porque lo desconocían. Qué mal hacemos las cosas en Pamplona. Ay.

Tengo un amigo escritor, Eduardo Laporte, futbolero a su modo y pamplonés exiliado hasta del exilio, que dice que el problema de los navarros es que no nos sabemos vender y que tienen que venir de fuera a hacerlo por nosotros. Si usted viene a El Sadar verá crecer la hierba, y de paso, rellenaremos el espacio anterior y posterior al portento con un partido de fútbol, o lo que sea. Pague y disfrute. Y disfrutará. Con garantía. Y saldrá alucinado y maravillado, como Montoya el sábado. Yo vine desde Barcelona y lo vi y lo cuento para que todo el mundo se entere. Venid a Pamplona. Todos. Rápido. Parafraseando la pelicula de Berlanga: "Los sábados, milagro". Quizás nos falta gancho comercial y quizás a mi amigo no le falte razón.

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Sobre el autor
Javier Ancín Salinas
De Pamplona y de Osasuna. Lector, paseante, observador... También escribo. [email protected]