Al final no es que haya dos ligas. En realidad sólo hay una. Luego está el Madrid y el Barça, que juegan cada uno su liga contra sí mismos y contra la historia. Todas las semanas hay un récord que batir, y si no hay, se inventa porque se necesita para la función; y todas las semanas ganan por sus aciertos, empatan por la falta de puntería y pierden por sus propios errores, pese a que siempre se supone que tienen un rival enfrente. Como mucho a quien se enfrentan es al árbitro. Llegan a las ciudades, las toman con su séquito de cámaras, plumillas, fotógrafos, creando una burbuja hermética, saltan al campo, se duchan y se van todos juntos. Ya está.

Desde fuera el espectáculo te deja con la boca abierta. El despliegue es descomunal. Podrían ir cada semana a una ciudad donde no hubiera ni público, ni equipo rival, incluso ni campo y seguir funcionando el negocio. Se seguirían escribiendo las mismas crónicas, los articulistas de opinión seguirían siendo magistrales, el entrenador daría las mismas ruedas de prensa y los jugadores realizarían idénticas declaraciones para la tele o para la radio. Sólo existe el espectáculo del pre y el postencuentro. Madrid y Barça, dos mundos cada uno con sus teles y sus periódicos que viven su vida a su bola. No juegan partidos, dan conciertos de rock o mítines políticos. Llegan, montan su escenario, se encienden los focos, se desarrolla el monólogo, se termina, se apaga, se recoge y a otra ciudad a continuar la gira. Antes hacía más ilusión, pero ya de tanto ver siempre el mismo espectáculo la gente de provincias se va aburriendo.

El pasado sábado, en Pamplona, no estaba lleno El Sadar para ver al Madrid, por ejemplo, cosa que no se recuerda que hubiera pasado nunca. Al fútbol, lo que se dice al juego que tiene como fin completar una competición,a lo que antes se llamaba liga se dedican los equipos restantes. No es casual que en los últimos años la emoción no esté tanto en la parte de arriba de la clasificación como en la de abajo, para saber quién desciende y quién asciende. El campeón ha dejado de interesar a los que participan, incluso paradójicamente este año, que podría ser el Atlético de Madrid, y eso es muy malo.

Los aficionados de esos dos grandes transatlánticos de lujo es normal que ya sólo se ilusionen con la Champions, incluso que reclamen algo más: una liga Europea para competir cada fin de semana. Para volver a sentir emociones como las de antes. Por no hablar de lo aburrido que es ganar siempre. Por eso hay ciclos. Destruirse para construirse de nuevo. La satisfacción de renacer de las cenizas. Volver a sonreír cansado por el esfuerzo del trabajo bien hecho. Volver a decir “por fin somos campeones”. Que vuelva a tener sentido ganar.

Lo malo es que convencer a Alemania, que disfruta feliz de su ordenada y familiar liga de precios bajos, y a los ingleses, tan amantes de su mística que no fueron capaces de entrar en el euro por no renunciar a la libra, de que su futuro es renunciar a sí mismos parece un sueño muy complicado de alcanzar. Si el Madrid y el Barça no colaboran para encontrar una solución, corren el riesgo de quedarse en un limbo peligroso entre lo que ya no quieren, que es la liga española, y lo que aún no pueden, que es una liga europea. Seguirán siendo muy ricos vendiendo camisetas, claro, muchísimas, pero como las vende por ejemplo Lacoste. ¿Alguien se acuerda de que René Lacoste fue un tenista que ganó siete Grand Slam?

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Sobre el autor
Javier Ancín Salinas
De Pamplona y de Osasuna. Lector, paseante, observador... También escribo. [email protected]