Hoy, cuando me he enterado de la muerte de Luis Aragonés, he ido a ver las dos briznas de hierba que arranqué del césped del Ernst Happel de Viena, un verano que tuve la oportunidad de pisar el estadio donde empezó todo. Están amarillas, pero resisten. No me atrevo a tocarlas por si se desvanecen. Las miro bastante porque me recuerdan que la historia no se nos da impuesta, sino que somos nosotros quienes tenemos la oportunidad de crearla. Eso es lo que aprendí yo, como aficionado y como lector, de Luís Aragonés.

Luego he buscado la tanda de penaltis contra Italia, en cuartos de final de la Eurocopa de Austria y Suiza que ganó España, para verla porque aquel día de junio de 2008, yo creía saberlo todo y apagué la tele. Me cogí la radio seguro de que la historia es un círculo que se repite eternamente y me bajé a la calle con la radio para escuchar una nueva derrota de la selección española de fútbol. Recuerdo la acera por donde paseé y en el lugar exacto donde estaba cuando metió Villa el primer gol. No podía ser, la historia lo impedirá, me dije, y recordé cómo nos eliminaron del Mundial de México 86 cuando Eloy falló contra Bélgica el penalti de otra tanda histórica.

Estaba tranquilo porque mi fatalismo sabía que nada bueno podía suceder, y que no merecía la pena ilusionarse con lo contrario. Continue con mi deambular, como el notario que sólo quiere levantar acta de un hecho para poder volver a casa y dormir. Recuerdo también que recité en voz alta la primera línea del libro de García Márquez, “Crónica de una muerte anunciada”: El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.

Gol de Italia. El barco que tenía que irse a pique avanzaba. Buffon camina hacia la portería para ponerse delante de Cazorla. Gol. Gol de España y un grito, “vamos” me llegó desde una ventana. Iluso, me reprimí de gritarle. Yo sólo veía los penaltis fallados por Nadal y Hierro contra Inglaterra, selección anfitriona de la Eurocopa del 96, después de un partido y una prórroga donde España jugó muy bien y perdió muy mal.

Y entonces sucedió algo extraño, Casillas le para el siguiente lanzamiento a De Rossi y la historia dentro de mí tropieza, como al subir con un mal paso un escalón. Esto no era lo que tocaba, y dos gritos de alegría más se escaparon en la silenciosa noche desde un edificio cercano. Pensé que los gritos cada vez más elevados del vecindario eran completamente injustificados porque ahora llegará Raúl contra Francia, en la Eurocopa del año 2.000, y tirará a las nubes su penalti. A casa en cuartos, de nuevo. Nada grave. La emoción del libro es saber cómo muere el protagonista no quién cae eliminado, que eso ya se sabe desde la primera línea.

Está escrito, como estaba escrito por el dios del fútbol, burlón él, que Güiza iba a fallar su lanzamiento después de los goles de Marcos Senna y Camoranessi. Parada de Buffón y el destino implacable vuelve a equilibrar el cosmos. Me relajo aún más, seguro de mi vaticinio: tanto gritar, vecinos, para volver a ahogarse en la orilla. Esta historia la he vivido tantas veces como las que la he leído de puño del escritor Colombiano. Mil. España pierde en cuartos. Santiago Nasar muere destripado. Fin. El libro vuelve a su estantería hasta la siguiente competición de selecciones.

Y entonces las líneas se emborronan, se apelotonan los párrafos y se desata el caos sin que pueda hacer otra cosa que mirar como quien mira, desorientado, un prodigio. Para Casillas a Di Natale y se me queda la cabeza en blanco, como las hojas que tengo memorizadas. No sé continuar con la historia. Y me pongo nervioso, por primera vez esa noche. Las ventanas son ya una prolongación de los graderíos. Hoy podría señalar la baldosa en la que me quedé petrificado, escuchando el desenlace. ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué va a ocurrir aquí?

Cesc, con 21 años, los mismos que tenía Santiago Nasar en el libro, emprende la carrera. Buffon mira, Cesc arma la pierna, Buffon se vence, Cesc descarga el gatillo y el disparo que tenía que matarlo para completar la novela sale de sus pies para romper el destino en mil pedazos. Gol, Luis, Gol… Ha sido Gol, Luis. A semifinales. Santiago Nasar vive y la selección española gana, Luis, gana… y gana, y vuelve a ganar, como lo dejó dicho. Ganar, ganar, ganar y volver a ganar. Y en esas sigue, rompiendo libros, guiones, destinos y maleficios. Y ganando.

Descanse en paz, señor Aragonés.

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Sobre el autor
Javier Ancín Salinas
De Pamplona y de Osasuna. Lector, paseante, observador... También escribo. [email protected]