“Gracias a todos. A toda la afición. A los que han confiado en mí y a los que pensaban de otra manera, porque estaban expresando de otra formasu cariño hacia el club”. Estas eran las palabras con las que se despedía del Celta Paco Herrera, uno de los pocos entrenadores por los que la afición guarda un cierto cariño de su paso por la dirección de la plantilla viguesa.

Dos años y medio antes, el entrenador catalán cogía un equipo hundido en Segunda División, sin ningún atisbo de pelear por el ascenso. Era la época en la que a Balaídos acudían una media de poco más de 5.000 aficionados cada dos semanas. El proyecto de Carlos Mouriño y Paco Herrera consiguió revitalizar a un club muerto en todos los sentidos, consiguiendo finalmente el ascenso a Primera.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. El Celta es un equipo llamado a no sufrir por conseguir la permanencia, acostumbrado a jugar bien e incluso ganar de vez en cuando a los más fuertes de la Liga. Y todo ello con una consecuencia magnífica: la masa social del celtismo se ha multiplicado. La camiseta celeste atrae cada vez a más gente y Balaídos está más lleno.

La travesía por el infierno de la categoría de plata ha sido olvidada totalmente por la mayor parte de la afición, con lo que ni quedarse a las puertas de Europa la temporada pasada y empezar con siete de nueve puntos en la presente, sirve para evitar que siga habiendo celtistas que, en palabras de Paco Herrera, “expresan de otra manera su cariño hacia el club”. En el partido de ayer, domingo, ante la UD Las Palmas, se pudieron escuchar pitos hacia los jugadores sobre los que conviene reflexionar.

Una de las cosas que hacen del fútbol el deporte rey es la conexión entre la afición y el equipo, entre los jugadores y la ciudad a la que representan. El Celta de Vigo ha conseguido crear esa conexión que permitió vivir momentos como el de la salvación agónica de hace tres temporadas. La lesión de Varas, las paradas de Rubén, el recibimiento al autobús del equipo, el regate de Aspas, el gol de Insa, las lágrimas de Augusto, la invasión de campo… Aquellos días superaron a lo futbolístico, supusieron la reivindicación del orgullo de ser celtista.

Pablo Hernández es parte del Celta, pitarle a él es pitarle al Celta

Nadie es quien para repartir carnets de buen celtista, pero todas aquellas personas que vivieron en el campo el suplicio de la Segunda División se merecen muchísimo más todo lo que le está ocurriendo al Celta durante los tiempos presentes y, además, también saben valorarlo más.

Sin embargo, el que pita a sus jugadores por jugar mal en la tercera jornada de Liga, con dos victorias de dos ya en el bolsillo, no se acuerda de esos años en Segunda, de los partidos en Castellón, Tarragona, Huesca, Tenerife o Salamanca, sin ánimo de menospreciar a ninguno. Está en su derecho de protestar y mostrar su enfado por el mal juego, pero no se da cuenta de que no le hace ningún bien al equipo. Recibir pitos en tu propio campo es lo que más mina la moral de los jugadores. En la plantilla viguesa hay ejemplos de cómo la autoconfianza revoluciona el rendimiento de un futbolista. Orellana, defenestrado y luego recuperado por Luis Enrique, es el más claro.

Nadie discute que el rendimiento del ‘Tucu’ Hernández ha estado lejos de ser bueno desde su llegada, pero pitarle solo hará que empeorar la situación. Es un jugador del Celta, es parte del Celta, y pitarle a él es pitarle al Celta.

De hecho, el propio club ha emitido un comunicado refiriéndose a los silbidos de ayer.

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