Y de pronto comienzan a irse. Su equipo estaba dando una clase magistral de fútbol, haciendo pasear por el Camp Nou al Arsenal y sensibilizando el ojo del hincha con exquisiteces como pelotas -o balones, para los españoles- detenidas con el taco (gentileza de Neymar).

Sin embargo, los simpatizantes culés se marchan. Se paran y se van. El partido no terminó. La pantalla muestra 80 minutos de juego. La lluvia cae y vuelve exótico al encuentro entre los ingleses, inventores del fútbol, y los catalanes, sus refundadores. Se van y se pierden a Lionel Messi entre líneas, mostrando cómo definir por arriba del arquero sin siquiera ponerse nervioso.

España y Argentina, un sentimiento diferente

“Si el equipo jugó muy mal o el rival es muy fácil, se van antes para no perderse el metro”, explica un hincha catalán a los espectadores argentinos que, pese a estar obnubilados con el juego, no entienden a dónde se van los culés. Sucede que interpretar su actitud es difícil, porque nadie se iría antes de un concierto de Luciano Pavaroti o del Cirque Du Soleil. Ellos sí. Ya lo vieron, lo disfrutaron y el metro se va.

Afición del Barcelona I Fuente: tercerequipo.com
Afición del Barcelona I Fuente: tercerequipo.com

Desde el instante en que llegaron, los argentinos vieron las grandes diferencias con el fútbol de su país. Las calles aledañas al Camp Nou no están cortadas por la policía. Todos pueden circular y llegar al estadio tranquilamente. Algunos hinchas arribaron en metro y caminaron tranquilamente por la vereda. No cantan o gritan. Tampoco se desesperan por llegar. Incluso, faltando cinco minutos para el inicio del partido, hay muchos lugares vacíos en las tribunas. Los tickets están numerados e indican específicamente dónde debe sentarse cada simpatizante. Si alguien tiene dudas, el Camp Nou cuenta con acomodadores. En la Argentina, esos acomodadores no existen. De hecho, tampoco hay ubicaciones específicas, uno llega y se sienta donde quiere.

"Los hinchas no llegan saltando, cantando o prendiendo bengalas..."

Otros hinchas -muchos de ellos provenientes de lugares alejados de Cataluña- llegan en ómnibus de larga distancia. Pero no llegan saltando, ni cantando ni tomando vino o prendiendo bengalas, tal como se ve en las cercanías de los estadios argentinos. No, nada de eso. Llegan sentados, con la calefacción prendida para vencer al frío del final del otoño catalán, vestidos con saco, zapatos y paraguas. Se bajan y caminan al estadio. Mientras tanto, otros eligen tomar una caña y comer alguna tapa en las afueras del Camp Nou. No hay puestos que vendan los mundialmente conocidos “choripanes argentinos”. Una lástima para el paladar.

La seguridad privada del club revisa a los hinchas al entrar. El “cacheo” (tal como se conoce en la Argentina) es ínfimo. Apenas palpan a cada uno y no les hacen abrir sus camperas o sacos para ver si debajo llevan algún peligro. A las señoras no las revisan. Todos entran con paraguas y nadie se empuja o grita para que los controles sean más veloces. Los únicos que hablan fuerte y se ríen son un grupo de argentinos. Nadie entiende qué pasa, por qué no cantan y cómo pueden estar todos tan tranquilos, si delante tienen la posible clasificación a cuartos de final de la Champions League.

"Todos están atentos al ballet catalán, con el balón de pie a pie"

La lluvia cae y el gigante tablero digital anuncia la formación del Barça multi campeón. Con cada nombre del equipo, los hinchas alcanzan a gritar: “Hey”. La onomatopeya es similar para todos los jugadores, no importa si se trata de Dani Alves o Messi. Luego, el histórico himno de la Champions League; luego, el silencio. Nadie se rompe la garganta a puro grito de aliento; nadie insulta los errores del árbitro; nadie se para a saltar ni le dedica cánticos hirientes a los ingleses. Todos están atentos al ballet catalán, con el balón de pie a pie, jamás por los aires y siempre con la idea fija en atacar, atacar y atacar (pareciera que son once hermanos que siempre jugaron juntos, pero no, son once señores convocados para convertir fútbol en magia). Cada tanto, nace una efímera canción, que alcanza a escucharse y se desvanece. Puede ser el nombre del club dicho bien fuerte o alguna melodía breve. Pero nada más. En el entretiempo, algunos sacan sándwiches gourmet y toman gaseosa o cerveza (prohibida en los estadios argentinos) o aprovechan y van al baño, donde cuentan con papel higiénico e instalaciones cuidadas (algo irreal en los estadios argentinos). Luego, el segundo tiempo. Otra vez el silencio y, en los últimos quince minutos, el éxodo catalán. La gente se para y se va. No hay aliento y ahora cada vez menos personas en el Camp Nou.

La falta de aliento constante, quizás, encuentra una explicación racional y elevada. Porque nadie se pararía en medio de la Ópera de Praga a gritar, ni tampoco lo haría durante una charla TED de Steve Wozniak, cofundador de Apple. Sólo asistiría y escucharía. Aprendería y disfrutaría. Porque de los grandes solo hay que hacer eso: aprender. Y como en toda clase magistral, retirarse antes del final es un pecado imperdonable.

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