Sí, otra vez. El Atlético de Madrid realizó una temporada incomensurable, molestó un año más a los dos todopoderosos de Europa y rozó el cielo de la Champions. Pero se quedó a las puertas del mismo. Simeone volvió a construir un equipo nuevo, redibjó el sistema, encontró el camino y acabó sobrepasando a los equipos más temidos del viejo continente. Una temporada cuyas alegrías, ilusiones y tristezas se trasladaron a la máxima competición europea. Una competición donde el Atlético se consolidó como un grande y temido de Europa; un equipo por encima de las individualidades capaces de enfrentarse a todos y a todo. Milán, como Lisboa, dejó al conjunto rojiblanco con la gloria en los labios. El Atlético se quedó a once metros de ser el mejor equipo de Europa.

Pero Champions a parte, el conjunto rojiblanco disputó 44 partidos más. El campeonato doméstico estuvo marcado, primero, por una búsqueda de identidad que, superado el bache de inoperancia goleadora, se encontró tras el encuentro del Camp Nou. El Atleti perdió aquel día, pero confirmó sus mejores sensaciones para un tramo final donde compitió hasta la penúltima jornada por el campeonato. El lado más decepcionante llegó en el torneo copero, donde no pareció encontrar la ilusión que sí tenía en el resto de partidos. El Celta le apeó de las semifinales y, a la postre, la temporada se acabó convirtiendo en la primera de Simeone sin ningún título. "Un fracaso", decía él en Milán. Nada más lejos, el éxito del 'Cholo' no es llevar a su equipo a lo más alto, sino mantenerlo.

En busca de la identidad

Simeone parecía tenerlo claro desde el principio: hay que reinventarse y, a partir de una nueva identidad, competir al máximo un año más. La tarea suena sencilla, pero nada más lejos; al Atlético de Madrid le fueron pasando las jornadas sin tener un estilo claro de juego. A veces al toque, otras con balones en largo, ciertos arreones, ventajas mínimas, goles en el descuento y, al fin y al cabo, ciertas dudas pese a los buenos resultados.

La única tónica común, la defensa. De principio a fin, el conjunto rojiblanco empezó a construir sus cimientos desde la parte de atrás. Oblak se convirtió un muro cuyo trabajo, en ocasiones, parecía fácil. Giménez se había hecho con la titularidad y Godín seguía impecable, por lo que las ocasiones que recibía el equipo eran mínimas. Y cuando llegaban, ahí estaba el esloveno. La solvencia defensiva ha sido, sin duda, la mayor virtud del Atleti de esta pasada temporada, que ha atravesado momentos de sequía goleadora y crisis de indentidad hasta encontrarse consigo mismo.

El inicio de la temporada fue algo irregular: el Atleti ganaba, pero no convencía. Los 'grandes' se le empezaban a resistir y las sensaciones no eran las mejores. Pero con Simeone el esfuerzo no se negocia, así que pese a todo, los resultados seguían siendo favorables. Hasta que llegó la primera crisis. El Barça ya había ganado en el Calderón y entonces llegaban tres partidos claves de la temporada. El Atleti perdió en El Madrigal para, pocos días más tarde, caer en Champions, en casa, ante el Benfica. Luego llegó el Real Madrid, ante el que el conjunto rojiblanco sacó un empate in-extremis gracias a un gol de Vietto (el único en Liga del argentino).

Tras superar el mal trago, el Atlético empezó a encontrar el gusto de la victoria. Se impuso en Anoeta, donde la principal noticia fue la irrupción de Carrasco: el belga presentó sus credenciales para la temporada. Hasta entonces no había terminado de encajar en el equipo, pero aquel día, ante la Real Sociedad, demostró todo su potencial. El equipo enlazó 14 partidos consecutivos sin conocer la derrota y, más allá de sus virtudes defensivas, otra de las alegrías se vislumbran en el centro del campo. El ataque no funcionaba, pero Tiago recordaba al de sus mejores tiempos y ejercía de líder total en el medio. Hasta que llegó el encuentro ante el Espanyol.

La lesión de Tiago

Todo iba perfecto para Tiago, al menos así lo parecía. A sus 34 años, comenzó a dar las primeras pinceladas de la que apuntaba a ser la mejor temporada de toda su carrera. Los partidos que iba firmando el portugués superaban cualquiera de las expectativas marcadas antes del inicio de la temporada. Ayudaba en defensa, como es habitual en él, pero también en ataque. Incluso marcó un gol clave ante el Deportivo en las primeras citas.

Llegada la jornada 13, Tiago, disputando un balón antes de la primera media hora de partido ante el Espanyol, impactó su pierna contra la espalda de Asensio y se dolió tumbado en el césped. Por su reacción, se pudo apreciar que era algo grave, pero nadie podía imaginar lo que finalmente resultó ser. El Calderón se quedó completamente congelado y Tiago tuvo que retirarse del terreno de juego con una gran ovación por parte de la grada rojiblanca. El partido acabó con una victoria eclipsada por la lesión del portugués.

Fractura no desplazada en la tibia derecha. Eso fue lo que el diagnóstico dejó para el centrocampista, y cuatro meses eran los que, en teoría, se quedaría fuera de los terrenos de juego. Su lesión obligó a Simeone a reestructurar al equipo, probando de forma inicial con Saúl en su posición. Pero el canterano no parecía adaptarse del todo al eje del centro del campo, una posición que requería experiencia. Aún así, Saúl sí que supo aprovechar sus momentos en el once inicial.

Saúl toma el mando

Cuando aquel 28 de noviembre Tiago cayó al césped con evidentes gestos de dolor, un silencio frío sobrevoló durante varios minutos el Vicente Calderón. Lo que no sabían aquellos silenciados aficionados es que aquella situación dramática para el que hasta entonces era el mejor jugador del equipo, sería el auge de un canterano que, aunque la temporada anterior mostró  detalles de lo que podría llegar a ser, nadie esperaba que su ascenso a la élite del fútbol fuera tan meteórico.

Después de cuatro temporadas, desaparecía el doble pivote que componían Gabi y Tiago para dar paso, hasta la llegada de Augusto, a un trivote de canteranos formado por Gabi, Koke y Saúl. De los dos primeros se sabía lo que se podía esperar puesto que ya llevaban años sosteniendo a un equipo que competía por todo. Sin embargo, el ilicitano era una incógnita porque por primera vez iba a tener responsabilidad y regularidad a las órdenes del Cholo. Apenas diez días después, primera prueba de fuego en Da Luz, con los octavos de final de la Champions League en juego.  Allí llegó Saúl y en lugar de dar un paso hacia atrás, dio dos hacia delante de tal modo que puso a los rojiblancos por delante en el marcador mostrando una de sus grandes virtudes, como es la llegada.

Se volvió indiscutible. Con el paso de las semanas, gracias a su explosión y a la adaptación de Augusto, apenas se echaba en falta a Tiago. Rindió tanto en los partidos de poca exigencia como en los de máxima presión, donde destacan dos ante el Barcelona, uno de Liga en el Camp Nou donde una gran carrera suya por la izquierda propició el 0-1 de Koke y la vuelta de los cuartos de final de Champions League, donde Saúl demostraba mediante un centro con el exterior que aquel chico no era sólo potencia física.

Sin embargo, todo cambió el 27 de abril. El chico que a principio de la temporada era una promesa se encontraba en el Vicente Calderón jugando las semifinales de Champions League frente al Bayern de Munich. De repente, el balón llegó a él en el círculo central y unos segundos después, tras driblar a cuatro jugadores del conjunto alemán y batir a Neuer, había conseguido ser el centro del fútbol mundial. Ya no era una joven promesa, era un jugador deseado por media Europa que había logrado el mejor gol de la Champions 2015/2016 y al que todo el país lo pedía para la Eurocopa.

Pero antes de aquel día pasaron muchas cosas más...

Decepción copera

Falta de convicción. Así podría definirse el camino del Atlético de Madrid en la Copa del Rey durante la temporada 2015/16, que estuvo focalizado en el mes de enero. Los pupilos de Diego Pablo Simeone también han demostrado que compiten en todos y cada uno de los torneos lo hayan ganado ya o únicamente lo hayan tocado con la punta de los dedos. Sin embargo, las sensaciones que transmitía el equipo no eran las mismas que torneos anteriores. Los ojos de los jugadores no brillaban, la apatía era palpable y la tristeza se instaló en el juego. En definitiva, la querencia de alzar nuevamente la Copa se puso en entredicho.

Los sorteos miraban de cara al conjunto rojiblanco a medida que este iba superando eliminatorias, emparejándolo con equipos que a priori eran inferiores porque en la competición doméstica peleaban por diferentes objetivos. Y en esa tesitura, el objetivo más ambicioso se teñía de rojiblanco, siendo por tanto el gran favorito en cada una de sus eliminatorias. Así, Simeone sacó unas alineaciones que poco o nada tenían que ver con las que acostumbraba en la competición doméstica. Se dio la oportunidad a jugadores menos habituales, que algunos aprovecharon para ir haciéndose hueco en el equipo titular.

Una vez superado el trance ante el Reus, donde el conjunto catalán se adelantó en la eliminatoria pero la calidad colchonera se acabó imponiendo en el cruce, tocaba enfrentarse a equipos de la misma categoría. En cuartos el sorteo quiso que el Atlético de Madrid protagonizase un derbi ante el Rayo Vallecano. Sobre el papel, los de Simeone se presuponían superiores. Sobre el campo, los de Jémez no dejaban de sorprender. Un gol de Saúl en Vallecas (1-1) guió al Atlético y dejó la eliminatoria abierta de cara al Calderón, donde Correa se sacó del bolsillo un latigazo que encarriló aún más el partido. Con la eliminatoria casi sentenciada, el conjunto rojiblanco empezó a tocar y a sentirse más cómodo y acabó superando al Rayo con comodidad (3-0).

Pero cuando los pupilos de Simeone cesan en su empeño en un solo partido lo acaban pagando. Así pasó en los cuartos de final de la Copa del Rey, donde les esperaba el Celta de Berizzo. El estadio de Balaídos fue testigo de una apatía colchonera impropia de cualquier equipo dirigido por el ‘Cholo’, que sacó un insulso 0-0. En la vuelta se confirmaron las sensaciones: Guidetti anotó un tanto memorable, Pablo Hernández logró un doblete y el Atlético encajó por primera vez -y única- tres tantos en la temporada. Los tantos de Griezmann y Correa fueron insuficientes y de esta manera se piso fin a la andadura en el torneo copero.

La falta de gol y la salida de Jackson

De fichaje estrella a decepción. De sustituto de Mandzukic a primer sustituido. De candidato al pichichi a negado de cara al gol. La llegada de Jackson Martínez al Atlético de Madrid ha sido uno de esos capítulos de la temporada para olvidar. Porque lejos de dejar huella sobre el césped, el futbolista colombiano será recordado como uno de los fichajes menos exitosos de la historia del club.

El delantero recaló en el Manzanares en julio de 2015 tras el desembolso de 35 millones de euros. Aterrizó en la capital como una auténtica estrella, con casi un centenar de aficionados coreando su nombre y un gran número de periodistas esperando a recoger sus primeras palabras como rojiblanco. Una situación que se repitió unos días después en la multitudinaria presentación en el Vicente Calderón. Sin embargo, serían contadas las ocasiones en las que Jackson volvería a ser coreado por los rojiblancos, pues su nivel no hizo enloquecer a la afición colchonera como se esperaba.

La realidad era que Jackson Martínez no había logrado ganarse ni a la hinchada ni al cuerpo técnico. Puede que fuera consecuencia de sus pobres números, tres goles y dos asistencias en 22 partidos, o puede que fuera por su falta de adaptación al equipo, donde nunca supo encontrar su lugar; el caso es que el colombiano no convenció. No se le pedía que repitiera los estratosféricos números de su última campaña en Portugal, cuando hizo 32 goles, y tampoco se le pedía que fuera el heredero de Falcao, pero sí se esperaba más de él. Mucho más.

A todo esto, su equipo no pasaba por el mejor momento goleador. La falta de acierto de cara a portería empezaba a ser preocupante y muchos, con o sin razón, echaban la culpa al ariete. Y es que tras su marcha, casualidad o no, el Atlético recuperó la identidad sobre el césped, volvió a tener suerte de cara a la portería y asistió al despertar anotador de su leyenda, Fernando Torres.

Así las cosas, con la paciencia ya agotada, la mejor opción era buscar una salida para el colombiano. Y no tenía por qué ser difícil, pues, a pesar de su rendimiento reciente, Jackson tenía aún muchas novias. El problema residía en que la inversión de 35 millones realizada en verano por el futbolista se había convertido en irrecuperable. O eso parecía. Porque el Atlético no sólo iba encontrar una salida a su apuesta fallida, sino que iba a hacer negocio con su venta. El Guangzhou Evergrande puso la cifra de 42 millones sobre la mesa, el club del Manzanares lo aceptó encantado y todos contentos. Bueno, casi todos, porque seguro que Jackson no esperaba despedirse así de la rojiblanca: sin hacer ruido y por la puerta de atrás.

Un punto de inflexión

En un período de incertidumbre, el Atlético abrió los ojos al mundo. Jugaban en el Camp Nou ante el líder de la Liga BBVA, un equipo que llegaba en muy buena forma y lanzado gracias a su temible MSN. Comenzó golpeando primero Koke, rematando en el 10’ de la primera parte la primera ocasión de peligro originada por un centro de Saúl. El equipo local empezó contra las cuerdas y requería de sus tres magos para empezar a remontar el encuentro. En esas apareció Jordi Alba para marcharse como una bala de Juanfran y poner un pase de la muerte en el área pequeña donde no había nadie, aparentemente. Ahí, de la nada, apareció Messi para poner el empate aún con mucho tiempo por jugar.

Pero la mala suerte se cebó por completo con el Atlético, y apenas ocho minutos de juego después, en el 38’, Dani Alves puso un buen balón aéreo que controló Luis Suárez ante la presión de su compatriota Gimenez, el punta uruguayo desequilibró al central y coló el balón por el único hueco que dejó el esloveno Oblak. Por si no había bastante, en el 44’ fue expulsado Filipe Luis por una falta sobre Leo Messi y el Atlético jugaría toda una mitad entera con diez hombres. O al menos en principio.

Quizá en un campo pequeño el estar con un jugador menos tampoco se notaría tanto a la hora de tapar espacios, pero al estar jugando en el Camp Nou los espacios son muy difíciles de achicar, y el atlético sufrió mucho en la segunda parte. Aún así, los de Simeone salieron tras el descanso tocando el balón, dominándole y acechando la portería contraria. En esas, que al Atlético le expulsaron también a Godín con media hora casi de juego. La hazaña ya era imposible, hasta que apareció Carrasco en escena. El belga se puso el mono de trabajo y fue el mejor jugador rojiblanco. Durante los 20 últimos minutos fue una auténtica pesadilla para la defensa blaugrana, realizando numerosas contras a gran velocidad y haciendo el balsa tuviese que replegar sin poder centrarse en rematar el encuentro. El partido acabó 2-1 e incluso con la sensación de que el Atlético pudo haber empatado gracias al increíble partido de Carrasco. Perdió, sí, pero ahí el Atlético de Madrid demostró que no era una plantilla sin más, sino un equipo capaz de lograr cualquier hazaña que se le pusiera por delante.

El resurgir del Niño

No cualquiera es capaz de reunir a 45.000 personas una fría mañana de enero para recibir una calurosa bienvenida. Aquel día, del que ha pasado ya año y medio, no había partido en el Vicente Calderón. Tampoco había entrenamiento, pero volvía, al que siempre fue su hogar, un Fernando Torres que parecía no haberse ido.

Regresó el Niño al Vicente Calderón, un poco más mayor, pero sin la mella de los años en sus pecas ni en el cariño de la afición. “Fernando Torres está acabado”, se atrevían a afirmar bien alto y sin reparos en muchas tertulias futbolísticas. “Es ya muy mayor para golear", completaban. Lo cierto es que el de Fuenlabrada volvió con títulos y con experiencia, digamos que más hombre, pero fuera de casa, la comida no sabe ni parecida a una buena tortilla de la abuela. Fernando retornaba con alegría, pero con una losa que acabó siendo más pesada de lo que en un principio podía aparentar: la inmensa responsabilidad de no fallar, la necesidad de ajustarse a la idílica figura de leyenda del Manzanares.

Con la larga sombra de símbolo  rojiblanco debió paliar para lo bueno y para lo malo. Bajo presión, la primera temporada al completo tras su regreso no comenzó del todo bien. Entre el fichaje de Jackson Mártinez y la alta competencia por un puesto en el once de oro de Diego Pablo Simeone, el delantentero tan sólo anotó dos goles en la primera vuelta. El primero, contra el Barcelona, que no le sirvió al Atlético para llevarse la victoria. El segundo, ante el Eibar; este resultó adquirir más valor que el conseguido ante los catalanes, porque fue, ni más ni menos que el 99 de su trayectoria como rojiblanco.

Puede sonar  muy positivo, pero el tener los 100 al alcance de la mano fue en detrimento del jugador, al que se le clavaron todos los ojos en busca de aquel gol que, al fin y al cabo, redondeaban más que una cifra. 19 partidos tuvieron que pasar y, Fernando Torres que nunca se fue, volvió. Volvió en su mejor versión, aquella que todos ansiaban revivir y, anotó de nuevo ante el Eibar, ya en la segunda vuelta.  Marcó el gol 100 y se lo dedicó a un tal Briñas, al que decía "debérselo todo". Un gesto de esos que saltan las lágrimas a cualquiera. Después también llegó el 101, el 102 y el 103... Incluso el 109. Como lo leen, así son las cosas. Fernando cogió su carrerilla habitual, retomó sus galopadas  y le dio al Atlético de Madrid el '9' que estaba buscando. Entre sus tantos desaparecieron las frases de desprecio en las tertulias futbolísticas; el Niño las zanjó a base de goles. Sólo le quedó una asignatura pendiente para el próximo curso: ganar un título con el Atlético de Madrid.

Un Atleti al alza

Los momentos más determinantes de la temporada tienen un protagonista común: el Real Madrid. El Atleti había empatado ante Villarreal y PSV y llegaba al segundo derbi liguero con dudas. Las despejó todas. Simeone dio un baño táctico a Zidane y el conjunto rojiblanco ni si quiera necesitó hacer la mejor de sus actuaciones para gobernar en el Bernabéu, otra vez. El gol de Griezmann en el segundo período sirvió para dejar al conjunto blanco prácticamente fuera de la Liga, a pesar de su arreón final.

El Atleti cogió confianza y empezó a ganar y a ganar. Y a volver a ganar. Reinó en Mestalla, goleó al Betis y consiguió superar al PSV en una fatídica tanda de penaltis, con Juanfran -¡qué cosas!- como protagonista final. La Liga estaba lejos y un tropiezo ante el Sporting (2-1) terminó de alejar las ilusiones del campeonato doméstico. Aún así, no se despistó y supo aprovechar los tropiezos blaugranas para acercarse al líder. Se soñó con la Liga gracias a seis victorias consecutivas, pero el Levante, otra vez, se encargó de dejar al equipo sin opciones en la última jornada.

Así que esas sensaciones se trasladaron entonces a la otra competición, donde los cruces no se aliaron con los de Simeone. Tocó el Barça en cuartos de final y la afición, con falta de fe, lo vio negro. "Creo en mi equipo", dijo el Cholo en la rueda de prensa previa, que terminó de rubricar el 'Nunca dejes de creer'. No le hizo falta hacerlo ante el Bayern; la afición ya solo tenía una obsesión.

La Champions: cuestión de fe

El camino de esta Champions volvió a estar repleto de grandes y duras rocas para el Atleti. Machacadas, hechas añicos por los fuertes dientes de un equipo que jugó in-crescendo en esta edición pero en la que el destino le volvió a dejar sin la gloria, de nuevo de una manera trágica y dolorosa. Una tanda de penaltis dejó de nuevo sin el premio a un equipo que fue de menos a más hasta alcanzar el clímax y llegando a su segunda final en tres años. Otra vez el final de esta gran historia fue cruel para el Atleti. Pero el equipo de Simeone ya es toda una realidad confirmada en la mejor competición europea.

Tras una fase de grupos donde el Atlético seguía en su búsqueda de indetidad, se presentaron, tres meses después, los octavos de final. EL PSV era un rival asequible, a priori, pero una eliminatoria llevada al extremo del azar. Tras dos empates sin goles, el pase a cuartos se debatiría en la tanda de panaltis. Esta vez, el héroe se llamaba Juanfran, que marcaba el penalti decisivo en la muerte súbita y daba al Atleti el desahogo de tanto sufrimiento en la primera eliminatoria. 

En cuartos, ante el actual campeón. De nuevo, Simeone y su equipo se elevaron ante todo pronóstico ante uno de los claros favoritos: el Barcelona de Messi y compañía. Un Torres efervescente adelantó a los rojiblancos en el Camp Nou. El mismo Fernando sería protagonista con una expulsión rigurosa que dejaba en bandeja una remontada culé que se llegaría a consumar con doblete de Suárez. Tras aguantar heroicamente el 2-1, en la vuelta, un gol de Griezmann de cabeza y un partido muy serio valieron para volver a dejar tumbados a los vigentes campeones y seguir su sorprendente camino. El Atleti comenzaba a creer a base de fútbol, esfuerzo y fe.

Un tuerto parecía haberlo mirado en cuestión de emparejamientos y a las puertas de la finalísima esperaría el otro gran favorito. El Bayern de Guardiola, Douglas, Vidal, Alonso, Muller o Lewandowski. La hazaña se necesitaba de grandes dimensiones ante un equipo que asustaba con su temido ataque. La ida, en el Calderón, acabó con 1-0 con un soberbio partido defensivo y un gol estratosférico de Saúl. En La vuelta, el Bayern fue un vendaval y se adelantó con gol de Xabi Alonso. El Atleti, pese a tener pocas posibilidades de aguante, sacó de nuevo la varita mágica para aprovechar una contra y marcar el empate a cargo de Griezmann. El gol le daba media final y el tanto de Lewandowski solo sirvió para asustar. El Atleti volvía a la final por la puerta grande, eliminando a dos potencias del fútbol mundial, sufriendo de lo lindo para presentarse en Milán y colocando su nombre, otra vez, en toda una final de la Champions.

La maldita final

Todo parecía estar preparado para que el 28 de mayo fuera un día histórico para el Atlético de Madrid. Sin embargo, muy pocos esperarían que fuera a convertirse en un capítulo a parte, al que poner punto y final, para no volver a leer y olvidar lo antes posible.

No había mejor oponente para aquella final que el Real Madrid, el eterno rival, contra quien la sed de venganza era insaciable después del episodio de Lisboa. Pero de nuevo, el destino mostró su cara más cruel al equipo que tuvo que superar los obstáculos más altos para llegar a San Siro. Roma, Wolsburgo y Manchester City parecía un camino de rosas en comparación con las victorias rojiblancas obtenidas frente a PSV y, sobre todo, Barcelona y Bayern de Múnich.

Los dos vecinos de rivalidad histórica volvían a citarse en una final de la Champions y el resultado fue aún más cruel que hace dos años. Cierto es que el Atlético fue inferior al Real Madrid en los primeros 20 minutos de partido, hasta que llegó el gol de Ramos, en posible fuera de juego, que les hizo despertar y darse cuenta de que estaban ante una oportunidad que podría ser irrepetible. Los rojiblancos se levantaron con el resultado adverso y volvieron a dar una lección de fe delante de toda Europa.

El penalti fallado por Griezmann no hizo más que avivar las ganas de igualar el marcador y, finalmente, la insistencia de un Atlético sostenido por Oblak en las esporádicas llegadas blancas tuvo recompensa. A falta de diez minutos del final, Carrasco, uno de los hombres de la final, entró con todo a rematar un centro perfecto de Juanfran. Ambos hicieron creer más que nunca al Atlético y la inyección de adrenalina rojiblanca se demostró durante toda la prórroga, donde no lograron adelantarse.

La lotería de los penaltis decidiría al ganador de la Orejona y serían la suerte y la fortuna quienes tomarían partido desde los 11 metros. Las supersticiones del Cholo hicieron que Gabi dejara al Madrid tirar primero y, a partir de ese momento y con un Oblak petrificado bajo palos, fue Juanfran el que, estrellando el balón en el palo, decidió la final. Los jugadores del Atlético volvieron a dejarse todo en la tercera final de la historia del club. Tampoco esta vez fue la vencida.

La plantilla aguantó como pudo sobre el césped, dando las gracias a una afición desconsolada, que aplaudía entre lágrimas a cada uno de los héroes que habían vuelto a engrandecer el escudo del Atlético de Madrid. Los jugadores colchoneros atravesaron días duros de incredulidad e incomprensión, pero apenas tardaron 48 horas en darse cuenta de que los suyos estaban más al pie del cañón que nunca con cada uno de ellos. Con Juanfran, con Gabi, con Koke, con El Niño, con todos. Una quedada multitudinaria en los aledaños del Calderón sirvió para demostrar que este Atleti no está muerto, está más vivo que nunca y que, por si alguno aún lo duda, este Atleti volverá, como lo hizo en el 96, en 2010 y en el 2014. Y lo hará para hacer saber a diestro y siniestro que a este equipo le queda mucho que molestar, mucho que conseguir y mucho por lo que creer. Sin pensar en el destino o en la inexistente justicia futbolística, solo en el Atlético de Madrid.

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Artículo elaborado por Emilio Cabrera, Cristina de la Hoz, Adriana Díaz, Laura Hijón, Juan Ignacio Lechuga, Kike Ramos, Rocío Sánchez, Miguel Sánchez y Carla Sobrino.

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