La primera vez que me puse la camiseta rojiblanca, fue la primera vez que mi familia empezó a mirarme raro. Mis padres se habían empeñado en que naciera del Barça; mi padre lo quería por su profundo antimadridismo, y mi madre, por su eterno amor al portero Vítor Baía. Cuando nací, mis tíos ganaron la partida y consiguieron vestirme con la zamarra blanca de Raúl González. Toda mi familia materna estaba encantada con que el primero de mi generación ya cantara a las mocitas madrileñas.

En busca de la identificación

Pero nada de eso me hizo sentir cómodo. Nunca estuve identificado con esos valores de la excentricidad mercantil que representaba el Real Madrid, y no tardé en quitarme la camiseta del tantas veces campeón de Europa. Lo curioso es que nunca me había emocionado el Santiago Bernabéu (tampoco hicieron muchos esfuerzos, todo sea dicho de paso). A mi solo se me erizaba la piel cuando veía la grada del Vicente Calderón en el partido en abierto de laSexta.

He de aclarar varias cosas antes de contar mis visitas a la ribera del Manzanares. La primera es que soy de Murcia, con lo que desplazarme hasta Madrid siempre ha sido un sueño más que una realidad. La segunda es que, en mi casa, nunca ha habido ninguna conexión futbolera. En esta situación, ¿cómo se hace uno hincha del Atleti? Primero, enamorándose de todo lo que transmite la grada, el escudo y la historia. Y, segundo, emigrando a la tierra de la que emanan todas estas pasiones.

Dicen que todo musulman debe visitar, como mínimo una vez en la vida, La Meca. Yo cumplí con mi religión hace unos cuatro años. Acababa de llegar el Cholo, y ese verano fuimos campeones de la Europa League. Para mí, aquello fue lo más. Claro, que veníamos de los Aguirres y Manzanos, con un breve parón de felicidad llamado Quique Sánchez Flores.

No fui a ver ningún partido, ni siquiera un amistoso. Con visitar el campo me bastó. Me empapé de todo lo que transmitía aquel vestuario, aquel Fondo Norte que nunca más vería en silencio y aquel banquillo cuesta abajo que me hicieron ver la realidad de por qué Simeone nunca se sienta: ahí es más fácil caer de morros que entrar y salir dos veces seguidas sin tropezar. Vaya, qué bonita metáfora sobre el Atleti. Al año siguiente ganamos la Copa del Rey y, al siguiente, la Liga. Yo debía estar en aquel partido contra el Málaga en el que, según todos los expertos, seríamos campeones. Pero, por circunstancias de la vida, me tocó vivirlo en el silencio del hogar mientras pataleaba en la cama por el fatídico error de Courtois. Tuve que esperar otros siete meses para descubrir cómo era ver fútbol en el Calderón.

Llegó el gran día

La ocasión no fue mala: 7 de enero de 2015, día de Reyes y de derbi. La Copa fue una de esas mil ocasiones en las que se cruzaron dos eternos rivales, y yo no podía dejar pasar otra ocasión. Convencí a mi padre para que se pegara una paliza de tres horas y media de ida y otras tantas de vuelta, porque quería ir a ver al Atleti en el Calderón. Pero ese “ir a ver” tuvo que esperar, todavía, otro cuarto de hora más. La maldita falta de experiencia y un derbi entre semana, con la vuelta de vacaciones encima, nos obligó a comernos el atasco del año (y eso que acababa de empezar) por los túneles de la M-30.

Por fin llegamos a las puertas, y el estadio ya reventaba dos calles atrás. Tras una cola infernal, entramos a la comodidad del Fondo Sur. La comodidad de llevar dos pantalones, una camiseta térmica, jersey, chaqueta y abrigo, acompañados de guantes y gorro. La de tener que pisar cabezas para llegar a nuestra localidad, y ver el partido apiñados como sardinillas en lata. Y lo de comodidad no es ninguna ironía. Cuando accedes a la grada desde los vomitorios, escuchas el estadio rugir y te pega tal vuelco el corazón que se te escapan las lágrimas, olvidas todo lo demás. Olvidas si te tienes que doblar para coger el bocadillo. Porque estás en casa. Y en casa no te pasas la vida quejándote de lo mal que está todo, sino que te adaptas, le coges cariño, le pones nombre y, cuando te toca despedirte, lloras. Y, desde aquella fría noche, el Calderón fue mi casa.

El partido estuvo bastante entretenido. Al ser Copa, faltaban muchos jugadores por parte de los dos equipos. Pero sirvió para otras muchas cosas. Por ejemplo, para descubrir a un tal Lucas Hernández hacer una auténtica exhibición en banda izquierda. O para disfrutar del despliegue en el campo de Raúl García. Incluso para juzgar de primera mano lo que haría Griezmann los siguientes años (fue titular esa noche, pero no lo venía siendo durante el comienzo de temporada).

Aunque, si esa noche quedará en mi cabeza para siempre, será por haber tenido el privilegio de ver cómo Fernando Torres volvía a casa. Sí, esa casa donde es más fácil caer de morros que andar sin tropezar. Seguramente, por eso es tan querido ‘El Niño’: él siempre se levanta. Y, tras las emociones, los goles. El primero, un testarazo de Giménez al fondo de las mallas. “Qué bueno es este uruguayo”, comentaba con mi padre en el viaje de vuelta. El segundo lo hizo Raúl García de penalti. Uno de esos que en el campo te parecen clarísimos, y por más que lo veas en televisión no vas a reconocer que la víctima había golpeado primero.

Pero hay cosas que, si no te han enamorado hasta entonces, si eres tan frío que Fernando Torres, Simeone, el 2-0 al eterno rival o el ambientazo del Frente no te han encandilado todavía, no te puedes resistir. Cuando termina el partido, abandonamos la grada por la misma ruta de siempre, aunque no fue como siempre. Bajamos las escaleras gritando y cantando el himno. Luego, la salida del estadio fue una bestialidad. Cerca de cuarenta mil personas, todas juntas y en formación, por el Paseo de los Melancólicos celebrando el resultado. Como una sola alma. Todavía, calle arriba desde Pirámides, un grueso importante de hinchas se sentían en familia y cantaban juntos. Fue una situación curiosa, y que nunca me hubiera imaginado vivir. No sabíamos muy bien qué hacíamos, pero lo estábamos haciendo. Porque, como se ha dicho tantas veces, esto es algo que, si no lo sientes, no puedes entender.


En Atleti_VAVEL, cada lunes, una historia personal como recuerdo del Vicente Calderón, que vive su última temporada.

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Sobre el autor
Juan Marín
Las personas lo suficientemente locas para creer que pueden cambiar el mundo son las que realmente lo hacen.