El problema de muchos equipos es que cuando ganan al Madrid ellos no ganan: pierde el Madrid. Se invierte la relación causa-efecto. Como aquel parroquiano de Cecebre, cuna del Bosque Animado, que sale a pasear y, al ver el embalse hasta los topes, piensa empapado por la lluvia: "Joder, cada vez que llenan esto cae agua de carallo". Algo de eso le sucedió al Deportivo hace 15 años cuando se enteró de que no había sido la osadía de Sergio, sino la mala ventura de Fernando Hierro, la que había hecho estallar en éxtasis al Fondo Norte del Santiago Bernabéu, donde se congregaban veinte mil aficionados blanquiazules.

Muchos de ellos recordarán hoy el camino que describió la pelota entre las faldas de César y la línea de meta, seguramente interminable, en una de esas situaciones en las que el gol nace unas milésimas antes de que el balón entre en la portería. Lo celebraron antes de tiempo porque sabian que iba a entrar, agarrados unos a otros en aquella grada de cemento, evitando saltar al campo porque, qué carallo, quién iba a pensar que se adelantarían al Real Madrid en su propia final.

Aquella vez el Dépor sopló las velas y la diosa Cibeles se quedó para vestir santos

Quizá fuese por el aspecto engalanado de una cita histórica: cien años de Copas, cien años de Real Madrid, una tarta en forma de estadio Santiago Bernabéu... Demasiado dulce, en cualquier caso, para un equipo galáctico que no supo enfrentarse a un Deportivo con los pies en la tierra, por más que Plácido Domingo entonase el do de pecho en la presentación del nuevo himno madridista. La ocasión les venía que ni pintada, pero aquella vez el Dépor sopló las velas y la diosa Cibeles se quedó para vestir santos.

Pocas veces en su historia consiguió el Deportivo ganar en el Santiago Bernabéu, aunque parece que tuvo la oportunidad de escogerlas, ganando sus dos Copas del Rey en un escenario ingrato por naturaleza para el fútbol herculino. Con esa sensación debió de irse Jabo Irureta, comedido en su celebración para pensar en las dos competiciones que todavía le quedaban, lo que sería la realidad del equipo. La misma realidad a la que le devolvería el Rayo Vallecano en la siguiente jornada liguera en Riazor (1-1), perdonando la vida al vigente campeón de Copa después de un desapasionado pasillo al comienzo del encuentro.

El técnico vasco había conseguido mantener al equipo con la mente despejada para la final en el Bernabéu, pero nunca se piensa más allá de la gloria, aquella que también se debe gestionar. Terminó gestionándola el Rayo por ellos, recordándole al Dépor que las grandes noches son solo eso: grandes noches. Para muchos, aquel empate no será más que el vago recuerdo de una tarde de domingo en Riazor, pero para el deportivismo supuso un golpe de realidad con el que muchos aficionados se identifican hoy en día, 15 años después.

Mucho han cambiado las cosas desde entonces, en lo deportivo y en lo social, atravesando el Dépor un concurso de acreedores entre ascenso y descenso, encomendado desde hace una semana a la retórica de Pepe Mel. Aunque hay cosas que nunca cambian –ganar al Madrid será siempre un triunfo ingrato–, como aquello de la relación causa-efecto. No termina de entenderla el Deportivo, tampoco su Federación de Peñas, voz de un deportivismo empeñado, según parece, en recordar el nombre de Jimmy, no por una cuestión de justicia, sino por la gloria de las reyertas callejeras. Mientras tanto, el Deportivo paga multas por acordarse de su compañero asesinado. Quien sabe, tal vez la relación causa-efecto llegue algún día a torcerse tanto en esto del fútbol que no haga falta ganar un partido para hacerse con los tres puntos.