Por VÍCTOR MOLINA.


No eran días de vino y rosas, como en los que ahora sí vive inmerso el Atlético de Madrid pese a los incordiantes agoreros que claman al cielo y piden cabezas por dos empates cosechados en pleno mes de agosto. Era una época en la que los intrépidos se atreverían temerariamente a agarrar un micrófono y proclamar la tesis de que las puertas de las vitrinas del Vicente Calderón solo podrían abrirse cada 40 años. Y, remontándonos a la verdad del pasado, parecería una afirmación impepinable, pues el milagro de los panes y los peces no se obra todas las mañanas antes del almuerzo. Ese Atleti era el de siempre, que históricamente no lo fue nunca: el 'Pupas', el que devora entrenadores como el que saquea la nevera nada más llegar de parranda, el del pesimismo grabado a fuego, el de las grandes ilusiones iniciales e inmensas decepciones finales.

El verano de 2009 pilla al Atlético de Madrid con las arcas tiritando y los números sin cuadrar, como casi siempre desde que el 'Gilismo' echara raíces en los despachos del Manzanares. La previa por entrar en la fase de grupos de la Champions League era el motor que arrancaba o no la maquinaria: o eliminaba al Panathinaikos griego o ruina total. Poco rival fue para los Agüero, Forlán o Maxi. Ni aquel exitoso duelo europeo, celebrado con énfasis por los premios económicos que percibiría la entidad, evitó al Atleti el pegarse un disparo en todo el pie: la directiva colchonera acuñó el término 'Heitingazo' al tomar la decisión de vender a Heitinga en el último día del mercado de fichajes.

El caldo de cultivo desde la venta del central holandés invitó a pensar en una temporada -- otra más -- de transición. El equipo arrancó el campeonato desangrándose, con el foco más puesto en lo extradeportivo (constantes protestas y escasas manifestaciones en contra de Enrique Cerezo y Gil Marín, máximos mandatarios) que en lo deportivo, donde se declaró un siniestro total a sus posibilidades en la Champions League. Sin alma, Quique Sánchez Flores sucedió en el cargo a un despedido y superado Abel Resino, incapaz de hacerse con los mandos de la nave. Y fue a raíz de ese instante donde la entidad rojiblanca comenzó a crecer a jirones.

Quique sentó en el diván a un Atlético deprimido, que encontró algo de consuelo cayendo en la Europa League. Los resultados no eran del todo buenos, ni mucho menos los esperados con el cambio, y las noticias del incremento imparable de la deuda con Hacienda llegaban siempre en los peores momentos posibles. Lo poco que construyó el técnico madrileño se desmoronó en la ciudad española que descubrió el balompié: un equipo con problemas en Segunda División, el Recreativo de Huelva, dejó al Atleti sin constantes vitales, humillado en El Colombino con un 3-0 en la ida de los octavos de final de la Copa del Rey que le dejó con la cara roja.

En el Calderón no existen los imposibles

Con el ojo amoratado y con la cara pintada se presentaba días después el Atlético a su afición en el Vicente Calderón, con un vestuario orando plegarias en busca de un insólito acto de fe. El que escribe estas mismas líneas tomó la decisión de desafiar a la más pura lógica comprando una entrada –acompañado de dos personas de cuyo nombre no quiero acordarme– para vivir 90 minutos de gloria o de infierno. Inconsciente o no, servidor necesitaba presenciar in situ aquella noche esperando de su equipo un morir de pie o un morir matando. O ganamos o morimos ganando, que diría Simeone en el autobús que llegaba al Calderón el día que aspiraba a ganar la Liga contra el Albacete.

Bufanda al cuello para combatir el gélido tiempo, mi acto de presencia solo respondía a un acto de fidelidad al club que aliento, sigo, apoyo, padezco y disfruto desde que un familiar, mi tío, me arropase con la manta del Atlético el mismo día que nací. Fiel, como el sol que promete todas las noches que volverá al amanecer. Pocos tienen la suerte de entender lo que se vive a orillas del Manzanares, en los rincones del Vicente Calderón. Entre esos cimientos palpita un sentimiento indestructible: no somos porque ganamos, somos por el simple hecho de abrazar una particular manera de vivir. Ganar, empatar o perder, entre estas cuatro paredes, está relativamente sobrevalorado.

Todo aquel que haya tenido la inmensa fortuna y haya podido degustar la experiencia de acceder alguna vez al Calderón sabe que hay días concretos que no son uno más. Y esa noche no lo fue. Las paredes aullaban, cada pisada y grito eran interpretados como un tambor de guerra. A pesar del resultado y del rival, se había logrado que el ambiente fuera el de las grandes citas. Porque lo era. Como si se fuera consciente de que la remontada se estaba gestando a fuego lento. La llama fue creciendo según cayeron los goles. Simao y Agüero, con dos goles en menos de media hora, calentaron al personal. Ujfalusi, antes del descanso, empató la eliminatoria. Abofeteado, sin saber desde donde le llegaban, el Recre se dejó ir hasta encajar el 4-0 a media hora del final. Recuperó el aliento poco después con un gol de Carmona, lo que le otorgaba ventaja otra vez en la eliminatoria. Jugando con uno menos y a siete minutos del final, Simao desataba la locura transformando un libre directo. La bufanda ya apretaba en el cuello y su sitio era anudada en la muñeca, ondeando en el cielo madrileño.

De allí, mi segunda casa, salí con el pecho repleto de gozo y con la barbilla apuntando hacia las estrellas, orgulloso y satisfecho, como el padre que sale por primera vez del paritorio. No eran, por suerte, tiempos de inmortalizar con fotos ni de enviar whatsapps, instantes irrepetibles que te privan de vivir el momento. La gloria se degustaba a solas o cara a cara. De camino al coche, recorrí a paso lento la que antes se conocía chistosamente por los rivales de la capital como 'la senda de los elefantes', con la única imposición de saborear ese momento, el júbilo de sus gentes. Lo hice con los ojos acuosos y la voz ya a lo Sabina, cortada y desgastada por los gritos de euforia que había proferido por la tensión del partido. Una vez un buen amigo me dijo que nadie alcanzaba la felicidad sin someterse antes a profundas cicatrices. Y no le faltaba la razón.


En Atleti_VAVEL, cada lunes, una historia personal como recuerdo del Vicente Calderón, que vive su última temporada.

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