Eran las diez de la mañana y los tornos de la estación de Pirámides ya empezaban a rechinar su particular melodía. Las primeras camisetas rojiblancas, de los más aventureros, comenzaban a invadir una estación que será irreconocible cuando ya no estén. Los puestos que tiñen el camino hasta el templo del Atlético de Madrid no estaban todavía desplegados y por el Paseo de la Virgen del Puerto aprovechaban para circular algunos automóviles antes de que la calle quedara cortada por el fuerte aluvión rojo y blanco que se avecinaba. Era día de derbi, y aunque restaban unas seis horas para su inicio, ya estábamos congregados frente a los aledaños del Calderón embutidos en nuestro tradicional chándal de camiseta azul, pantalón negro y chaqueta roja con el lema Voluntarios a la espalda; porque sí, existen personas, entre las que me incluyo, que se dedican a hacer ese tipo de cosas –no les pido que traten de entenderlo-.

Recuerdo que fue una gélida mañana de febrero. Sin embargo, los que estábamos allí subiendo y deslizando las cajas que doblaban nuestro peso observados por los cimientos del Vicente Calderón, nunca llegamos a notar el frío. Desde la primera butaca de la grada baja, pasando por las de la familiar, las tribunas, las del fondo sur, las del palco, hasta las del aguador y acabando por la que cierra la fila en el segundo anfiteatro superior, coloreamos todos los sectores del estadio rojiblanco. No éramos muchos, de hecho, dudo seriamente que pasáramos de los 40 integrantes, pero no se nos resistió ni una de las 54.907 butacas.

Afición rojiblanca cantando el Himno del Atlético de Madrid durante el 4-0 ante el Real Madrid
Afición rojiblanca cantando el Himno del Atlético de Madrid durante el 4-0 ante el Real Madrid

“Ni merengues ni marrones, a mí me ponen las  rayas canallas de los colchones”, que reza Sabina en el Himno del Centenario, era lo que nos repetíamos una y otra vez en la cabeza mientras doblamos el costado para colocar una por una las miles de banderas que aquel día vistieron el Calderón de gala. Al concluir, nos quedamos callados sentados en una de esas butacas, observando la obra como si fuéramos Picasso y acabáramos de pintar el Guernica. Casi pudimos escuchar el latir del Calderón esperando ansioso a los corazones rojiblancos. Progresivamente se fueron llenando una a una todas las localidades y nosotros fuimos cómplices del aquel espectáculo. Vimos a los niños sujetando sus banderas como si fueran un regalo nuevo de reyes. Aquel día ya tenía magia y no había ni empezado.

Los que allí estuvimos presentes creamos cierta complicidad que se quedó encerrada en cada peldaño y recoveco del Calderón. Como premio, saltamos al césped embutidos en nuestro peto naranja, y sin creernos, realmente, lo que estaba aconteciendo. Nos plantamos en el centro del campo, en el punto cero; donde empieza todo. Y allí me quedé impávida ante miles de gargantas que cantaban a capela, al unísono y sintiendo cada acorde desde el yo me voy al Manzanares hasta el derrochando coraje y corazón. Había oído, tarareado y entonado miles de veces aquel Himno; pero ese día me pareció escucharlo por primera  vez. Aquella gente a la que yo observaba cantar como si no hubiera mañana, era la misma que me había rodeado meses atrás cuando entre las paredes de Da Luz vimos llorar a Jorge Resurrección. Y allí estaban, nuevamente, sin acusar el golpe, desgarrándose la garganta con cada palabra y ante un Real Madrid al que allí plantado como un inspector de Hacienda que llega un domingo por la tarde, se le quedó cara de susto.

Los jugadores quedaron a mi derecha, a menos de cinco metros dándose la mano como si después no fueran a disputar una Guerra Fría. La verdad es que bañada en aquella marea roja y blanca que me caló hasta los huesos apenas me dio tiempo a fijarme en las caras que día sí y día no están en nuestros telediarios. Comprendí que allí el protagonista más importante que estaba presente era el Calderón con sus 54.907 almas custodiándolo; no 54.906, ni 54.905, ni 54.902, NO. Cincuenta y cuatro mil novecientas siete; con todas y cada una de sus letras.

Salimos del verde como si al pisarlo nos hubieran cargado con una responsabilidad el mismísimo Enrique Cardona tras marcar allí el primer tanto ante el eterno rival. Subimos de nuevo los peldaños del que un día se llamó el Estadio del Manzanares pero esta vez con un pálpito claro de que pasaría a la Historia; y vaya si pasó.

No tuvimos butaca, porque como comentaba se había vendido hasta la del aguador, pero el Atlético de Madrid le metió cuatro a un Real Madrid que se marchó del Vicente Calderón como aquel que va a una ópera y no se entera ni de quién es el Tenor. Puede ser que aquel día entre los cimientos de un estadio que me ha visto crecer, descubriera un poco más el sentido de todo lo que significa para los rojiblancos. Lo que no acabo de entender es que seamos nosotros los que lo tengamos que ver morir.


En Atleti_VAVEL, cada lunes, una historia personal como recuerdo del Vicente Calderón, que vive su última temporada.

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