Por MARÍA COSTA DE LOS SANTOS.

En mis 21 años de vida, tengo cientos de recuerdos del Vicente Calderón. Algunos, poco agradables. Otros, fantásticos. Derrotas dolorosas, de esas que te congelan el corazón, y victorias épicas, de esas que te devuelven la vida. Podría relatar decenas de momentos en el tiempo, pero quiero rememorar uno del presente cercano, el encuentro que se disputó el 12 de febrero contra el Celta de Vigo. ¿Qué tiene de especial un mero partido de Liga? Se preguntarán muchos. Lo tiene todo. Esa noche en el templo rojiblanco, se volvió a revivir todos aquellos 90 minutos donde el Atlético pasaba de la nada al todo en cuestión de minutos. Me hizo viajar al pasado, y meterme en la piel de aquella adolescente que disfrutó de aquella remontada ante el Espanyol con un marcador en contra de 0-2. O aquel 4-3 ante el Fútbol Club Barcelona de la campaña 2008-2009 frenético, donde comenzamos perdiendo. Lo que se vivió para mí la noche del 12, fue mágico.

El Celta se adelantó por un error de esos que nunca piensas que pueden suceder. Inmediatamente, la afición comenzó a rugir al grito de "Atleti, Atleti", queriendo levantar a los suyos de ese terrible golpe. 

Fernando Torres nos levantó a todos empatando el encuentro con un golazo de chilena. Da igual que estuvieras en tu butaca del estadio, en un bar, o en el sofá de tu casa. El tiempo se paralizó en el instante en el que El Niño, reventó la portería rival. Y es que dicen que no hay nada mejor que el espíritu de un niño, para ser feliz. El aire regresaba a nuestros pulmones y nos permitía respirar de nuevo. Y  fue él mismo, el que nos había dejado con la boca abierta minutos atrás, el que falló un penalti señalado por el árbitro.

Así es el Atleti. Puedes anotar un gol que salga en las páginas principales de todos los periódicos nacionales e internacionales, y fallar una pena máxima a pocos metros del portero.

Nunca hay que dejar de creer

Los fantasmas parecían regresar cuando el Celta se adelantó en el marcador, anotando el segundo gol. Era un partido de esos que no te permiten sentarte un solo segundo. Demasiadas ocasiones, demasiadas idas y venidas del balón, pero el reloj avanzaba cada vez más rápido, y nos dejaba con menos opciones de llevarnos la victoria.

Los jugadores creían. La grada creía. El cuerpo técnico creía. Aunque todos te hubieran tomado por loco, tú confiabas ciegamente en que se podía.

Y así llegó el minuto 86, con la afición tirando abajo Madrid con sus cánticos cada vez que Simeone levantaba los brazos y pedía fe. Carrasco cazó un balón y destrozó la portería rival dándonos el empate. Pero eso no fue todo. Apenas un par de minutos después, exactamente en el 88, Griezmann anotó el definitivo 3-2

Los atléticos enloquecieron. Los jugadores corrieron hacia el córner y Simeone aclamando al cielo, recorrió la banda para celebrar junto a ellos, y esa imagen no la podré olvidar. Ahí vi mucho más que unos jugadores y un técnico. Vi una familia que había peleado como hermanos, hasta el último aliento. Lo habían conseguido. Otra vez más, de la nada, al todo. No fueron 3 puntos, fue un acto de fe.

En el año de despedida del Vicente Calderón, del hogar que nos vio crecer a muchos día tras día, después de tanto sufrimiento, de una temporada no tan regular como otras... la fe, volvió a hacer acto de presencia. Por eso este partido quedará en mi memoria como un recuerdo especial. No por el juego, no por los goles, ni siquiera por lo que significó esa victoria. Permanecerá en mi mente y mi corazón, porque una vez más demostramos al mundo, que creyendo, se pueden derribar todas las barreras.

El Atlético de Madrid es mucho más que fútbol. Este bendito equipo, hace creer hasta al humano más ateo. 

Esa noche fue mágica, porque nos recordó... que nunca hay que dejar de creer.


En Atleti_VAVEL, cada lunes, una historia personal como recuerdo del Vicente Calderón, que vive su última temporada.

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