A esos adores de tragedias ajenas que se pasan la vida entre sonrisas mal articuladas, levantando copas rebosadas con la sangre de sus rivales. A aquellos profesionales que sustituyen los micrófonos por los pompones y la pluma por la bufanda bordada de rencor. A otros que recorren el camino por la vereda del augurio mediocre envueltos en la bandera de los complejos patrios. Los destructores liberados de vergüenza cuyo único objetivo profesional es minimizar las virtudes del rival y ensalzar las que consideran propias. Los que abonan los campos sociales con irrealidades políticamente correctas y distribuyen a precio de saldo sueños pintados de realidad. A todos ellos, que se calzan y visten con los complejos de todos los días y abrazan la botella de la mediocridad, a todos ellos, sírvase esta herida en la frente que se cura en la boca, sírvanse varias tiritas para la cura de humildad.

Hace menos de cuarenta y ocho horas que los equipos alemanes han vapuleado a los españoles con una superioridad tan cruel que incluso podría sugerir vergüenza. Ocho goles a uno es el saldo que Barcelona y Real Madrid se han traído en la maleta bávara. Bonito souvenir, que debería ser duradero por ser de fabricación alemana y que debería ocupar el lugar de la piedra tropezada para la historia de las lecciones futbolísticas. Sin embargo no pasaron ni dos minutos antes de que apareciese la palabra remontada en los labios y en los dedos de los progenitores del peor decoro y el mínimo respeto. Aún están calientes los cadáveres de aquellos aficionados que creyeron en la palabra hecha ley e impulsada desde la más absoluta mezquindad cuando ya han hecho acto de presencia, no los primeros brotes verdes, sino la selva virgen del Amazonas. La rapidez de aquellos que se tapan la cara con tela de piel de toro ha vuelto a vencer a la sensatez. Lo único que sugiere la ida de semifinales de Champions es que los conjuntos españoles son muy inferiores a los germanos, así lo dice el resultado y así dio fe el balón. Sería conveniente separar las ilusiones de la realidad y el optimismo de la verdad.

Habrá quien siga tachando de accidente doble lo sucedido en tierras germanas, quizás algún fusible mal colocado en el silbato arbitral o una cáscara de plátano en la suela de Mourinho. En medio de todo aparece la Liga BBVA que se muestra al mundo como cascarón de huevo que nadie puede tocar, cuando aún más lejos de la realidad se trata de una cara traducción de la liga escocesa o francesa. Una liga ganada por el Barcelona hace cuatro meses y refrendada con suplentes desde hace dos. Una liga donde el único perseguidor, el Real Madrid, ha pasado de puntillas sin ni siquiera mojarse el talón. Una liga donde se pasean con suplentes y una Champions donde son humillados con titulares. Los españoles nunca perdemos al fútbol, a veces, solo a veces, nos reducimos a perder física o arbitralmente, porque en el diccionario del buen periodista bañado en rojo y amarillo hace tiempo que no cabe la estructura gramatical “derrota por los cuatro costados”.

Juanito vuelve a resucitar por unos días, su nombre ocupa los artículos de rigor y los textos sin rigor de varios medios de comunicación. Como si al fútbol se jugase con una tabla de guija y fuese observado por cegatos en las gradas. Como si el balón quedase a merced de Amon Ra en lugar de Cristiano, Messi, Ribery o Lewandowski, como si los alemanes no tuviesen sus Juanitos de turnos traducidos a la palabra Beckenbauer o Rummenigge. Como si dios estuviese con nosotros y nadie estuviese con ellos. En nuestro fútbol patrio, hecho a retazos prepotencia, nunca llega la calma después de la tormenta, aquí no hay tiempo para el tormento ni para la reflexión. No hay tristeza porque las mieles y las hieles se han divido en dos. Es el momento idóneo para los repartidores fugaces de incoherencias donde el psudoperiodismo sin réplicas encuentra su dorado particular.

Aún hay quien que se niega a volver a visionar los partidos de semifinales no vaya a ser que tenga que cambiar su optimismo contra su propia voluntad y la del pueblo. Porque regalar el oído a los aficionados y futbolistas tiene su precio, pero no un precio mayor que el de decir la verdad. La única realidad de un día después del vapuleo la puso Andrés Iniesta, que en su boca solo puso ganar el partido y esperar a ver lo que pasa.  Solo así se logra una remontada y solo así se evita otro desastre.

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