Existe un lugar en el terreno de juego donde el hombre es la propia medida del hombre, donde los equilibristas muestran su talento sobre una fina línea de cal.  Una zona que se explora en solitario y que reparte aplausos y abucheos de forma personalizada. Allí no hay lugar donde esconderse, no hay refugio para el declive ni para la pobreza física. Muchos lo han intentado antes pero pocos han conseguido civilizar un territorio tan hostil como brillante, tan artístico como extremo. En las bandas el fútbol encuentra su expresión más exagerada de la superioridad que unos futbolistas tienen sobre otros. Nadie se compadece de nadie, los duelos son individuales, talento contra firmeza y velocidad contra paciencia se mezclan eternamente para repartir ridículo y arte de forma equidistante. El antagonismo de un balón indivisible siempre deja un ganador y un perdedor por vivir pegados continuamente a una línea de cal que distribuye éxito y fracaso con la máxima reciprocidad. No hay cruce de miradas porque no hay tiempo, no hay pestañeos porque nadie se fía de nadie. En la banda no hay sitio para futbolistas sin autoestima porque solo se camina de la mano del reproche o del abrazo. En la banda corre, duerme, mora y mata Daniel Alves.

Pocos futbolistas como el brasileño del FC Barcelona han logrado mantener durante tanto tiempo una reputación tan exquisita en una zona del campo tan itinerante como el lateral del terreno de juego. Sus movimientos gelatinosos ante los adversarios le han colocado como una brillante sombra pegada a la línea de cal en el último lustro. En Dani Alves convive un brasileño, un alemán y un andaluz. Técnica, disciplina y arte le han convertido en un defensa de nueva generación cuyo único objetivo es atacar, un todoterreno que abusa de su supremacía ante las debilidades contrarias. Se trata de un jugador tan rebelde ante la prensa como ante los adversarios, sus declaraciones tan solo son una extensión de su juego. Vive como juega, sobre un alambre pintado con cal.

Alves se ha convertido en un devorador de pasiones y odios que mantiene su equilibrio sobre una fina línea fijada por la regla de la compensación. Ocupa la posición más excéntrica del Fútbol Club Barcelona donde el contragolpe es tratado como un recurso pasajero, como una segunda o tercera opción. Destacar desde una banda en un equipo diseñado para atemorizar con la pausa es una auténtica proeza que solo está al alcance de un futbolista excepcional. Galopar por la banda y hacer temblar a los rivales, sin un delantero centro al uso a quien pasar, es una acumulación de méritos en una guerra que se gana o se pierde en pequeñas batallas a lo largo de toda una carrera deportiva. El éxito de Dani Alves reside en su indolencia ante el fracaso y en su idilio con la precisión. En sus pies solo hay hueco para el desparpajo y terreno para la velocidad adoctrinada en una fijación absoluta por el gol. En sus jugadas se mezclan samba y fútbol, elegancia e improvisación, amor y guerra.

El futbolista brasileño es propietario de una sonrisa golpeada y de un color de piel desprotegido, un Picasso al que algunos pretenden colocar en el retrete del museo por su mera apariencia pos partido. De Alves hace tiempo que desean hacer a una Gioconda sin boca convirtiéndolo en un fanfarrón impresentable, en un icono desagradable para los palcos VIP's más puristas del fútbol español, en un bailarín nocturno con botas de fútbol. De él desean destacar más su filosofía que sus galopadas, sus reacciones que sus acciones, su vestuario que su técnica.

Destacándolo entre los comunes teatreros, pretenden hacer sospechoso habitual de acciones poco decorosas a un futbolista que hace lo mismo que el resto de los mortales compañeros y adversarios: Exagerar a veces y chillar como todos.  Cuando el pecado recae sobre el lateral culé empiezan a perder sus esencias las frases engendradas en los barrios pobres que señalan al fútbol como el hogar para los listos o reputan a los pecadores como brillantes ganadores. Y todo por la firme convicción de que el fútbol ha pasado de ser un deporte a convertirse en un espectáculo que encuentra sus verdaderas esencias cuando el balón reposa tranquilo en los pies de un pelotero como este.

Donde algunos hacen auténticos esfuerzos por engañarse a sí mismos y recordar a Dani Alves como un teatrero manipulador, otros recordaremos para siempre sus centros con mira telescópica tras acariciar el balón.