Ya estaba Johan Cruyff, pero aún no era lo que al presente recordamos como el Barça de Cruyff. Como se verá, para algunos crédulos aquello se acercaba más de lo que se cree al eterno Dream Team. El tiempo, los momentos de confianza clave, la dosis de fortuna y el talento, sobre todo el talento, harían el resto.

Estamos en 1988, el año en que para cualquier barcelonista se inició todo. Año en que se soñó con un equipo de ensueño y en él que, para ello, en la mente del presidente Núñez no cabía otro entrenador que el adelantado holandés, cuya proactiva y desbocada persona y profesional conocía muy, pero que muy bien. O bueno, por momentos sí cupo Javier Clemente. Ya saben, hablamos de Núñez. Afortunadamente, aterrizó Cruyff. Los cimientos de su obra se asentaron exactamente ahí, sin la menor demora, y tuvieron nombre y apelllidos.

El terreno a edificar sería amplio, y tendría la intrincada forma geométrica del 3-4-3. Nada de laterales largos camuflando una defensa de cinco. Aquí, si no hacías lo correcto en campo rival- no perderla o recuperarla de inmediato-, sólo te quedaba encomendarte a cualquier santo. Y a Johan no le iba lo irraconal, aunque a menudo lo pareciese viéndole interpretar todo esto de la pelota. Tocaba, por tanto, levantar muros sobre esa figura, en la que no valía cualquier cosa. Sin duda, se necesitaba un conocimiento profundo y grandes cantidades de arrojo. Los pilares, como en toda construcción, tenían que ser del mejor material, y habrían de establecerse de inmediato. Zubizarreta, Milla y Amor salieron baratos, dado que el género se encontraba en casa. La cantera y Cruyff, como ejemplo de matrimonio. Johan sabía dónde buscar el mejor producto. Se fue al país vasco y se trajo, de una tacada, a López Rekarte, Bakero y Beguiristain. ¿Quizá Núñez tenía apalabrado algo de esto para Clemente? Las conversaciones con ambos técnicos fueron, por momentos, paralelas. Bueno, lo cierto es que Johan Cruyff diría que necesitaba un núcleo de futbolistas comprometidos, laboriosos y de nivel real aún por explotar, y que ningún sitio mejor para complementar el sector catalán que las vascongadas. Cruyff sabía más de nuestro país que la mayoría de nosotros, no cueste admitirlo. Llegaron también complementos, casi igual de necesarios cuando tu máxima es la rotación del equipo y la polivalencia. Julios Salinas fue el mejor. Aunque Eusebio, que lo acompañó desde el Atlético de Madrid, no estará muy de acuerdo con esta afirmación. Unzué -de Osasuna- para relevar al mítico Urruti en la suplencia, Manolo Hierro al que Johan no pidió y no llegó a usar, Soler, Serna, Valverde y posteriormente Aloísio, el primer extranjero de Cruyff, colmarían la materia prima. A Milla lo subió como haría con Amor. Y cuando Johan apostaba por alguien no era de palabra, sino de obra. Ambos se convirtieron en la rotación perfecta de ese rombo central que, inamoviblemente, completaban Eusebio, Roberto y Bakero.

Aún no era el equipo de los sueños, pero vaya si el míster lo encaminó bien desde su llegada. Más tarde, tras ganar la Recopa con lo disponible y remontar la corriente crítica en no menos de tres ocasiones, llegaría el talento natural, que suele adquirirse a base de talonario, y el equipo brillaría. Y dominaría Europa. Y poco después, pasaría a ser leyenda, y el Flaco el entrenador más revolucionario de la historia. Pero eso sería después, durante los primeros seis años de su dirección. Con calma en la subida. Con prisa y potencia en la cima, alisando el terreno hasta dejarlo yermo y clavar su bandera. La ondeante del fútbol total que ya le esbozó en los gloriosos 70 holandeses su maestro, Rinus Michels.

Volviendo al peculio. Dinero el Barça llevaba teniendo siempre, pero sería el Flaco el encargado de administrarlo bien por primera vez. No se trataba de traer a los mejores húngaros cuando no existía la sencilla adaptación global, ni a tres holandeses de una selección en la que sin el bloque todo perdía su esencia. Por algo se recuerda el colectivo, la Naranja Mecánica, y no sólo a sus figuras. Ni a un inmaduro Maradona para que lo entrenase un alemán. La clave no era esa. Johan lo tenía claro: su idea sería de grupo. Y así se lo hizo saber nada más llegar a la estrella del equipo, Gary Lineker, al que mantuvo una única campaña y por su interés, sabedor de que sin él la calidad individual quedaba casi huérfana y esto era el FC Barcelona. Y a Schuster, un fenómeno con ego de fenómeno al que ya se le había dado pasaporte antes incluso de que Johan pusiese el pie en tierra española. Cruyff, pese al riesgo que el proceso podía conllevar, supo que había que ir paso a paso, y la zancada debía ser justa y estable.

El neerlandés llegó, literalmente, a un motín. Seguramente de manera necesaria e incluso convenida, su personalidad eclipsó de inmediato a la de Núñez, caso insólito hasta el momento. El Motín del Hesperia acabó como todas las revoluciones sin éxito, con la mayoría de los implicados en la horca. La cabeza visible, el capitán Alexanco, fue perdonado a cambio de que ayudase al míster a estabilizar el embrollo. Salió medio equipo, empezando por los internacionales Calderé y Víctor Muñoz, continuando con Schuster y acabando con los menos notables Moratalla o Gerardo. ¿Acaso no era tarea compleja el primer proyecto verdaderamente serio que se le presentaba al joven Johan Cruyff en los banquillos?

La temporada tuvo vaivenes; como nadie quería pero, dadas las circunstancias, se podía prever. La mayoría deseaba que acabasen para que Cruyff no fuese otro caso Luis Aragonés. Por favor, destino, sé benevolente, deja que pase la marea sin llevar al ídolo con ella. De los fichajes iniciales únicamente no cuajó Valverde, al que el abuso goleador de Julio Salinas cerró la puerta en la única temporada con "9" fijo de Johan Cruyff. Luego llegaría Laudrup que actuaría de falso punta, y Valverde dejaría de contar. Y Stoichkov, que valía de todo lo relacionado con intensidad e influencia ofensiva. A Aloísio se le criticó, pero lo cierto es que, tras quitar el puesto de libre en defensa de tres a Alexanco, cumplió con creces las tremendas exigencias que demandaba el rol. Era un sistema novedoso, expuesto y desconocido para él. Koeman lo acabaría sacando. El mayor fiasco de Johan en los fichajes fue Romerito –mejor jugador sudamericano de 1985-, que llegó a mitad de temporada abalado directamente por el Flaco, que veía en el paraguayo al óptimo recambio de un Bakero lesionado. Pero Romerito era ingenio, arte bruto. No supo hacer la función de mediapunta llegador en ataque y taponador en repliegue. Le costaba darla de cara, sencilla, y moverse, y aparecer. Él la quería, necesitaba aportar ese último pase. Como le ocurriese más tarde a Gica Hagi en su etapa azulgrana, un futbolista de similares dotes, no se adaptaría a la demanda del dibujo. No jugó ni diez citas, y se le recuerda fugazmente en la Ciudad Condal.

En la campaña 88/89 aún se le podía dañar al Barça en el Camp Nou. Victorias, empates e incluso derrotas que casi tiran el proyecto por el acantilado. Ya se sabe cómo es esto del fútbol. Poco importa si el futuro es esperanzador, menos las circunstancias y nada el transcurrir sobre el campo si el fin, el resultado, no es la victoria. A mitad de temporada, uno de los equipos que haría pupa a los de Cruyff fue el Osasuna más glorioso.

Lance de juego  (foto:blaugranas)
Lance de juego (foto:blaugranas)

Corría febrero de 1989, el FC Barcelona seguía segundo, como casi todo el curso, a rueda de Real Madrid, que apuraba uno de los últimos años dominantes de la Quinta. A Osasuna lo dirigía Pedro Zabalza, un clásico, desde que relevase a Brzic en 1986. Zabalza era entrenador español en los años 80, ergo no se andaba con chiquitas. 4-5-1, defensa en bloque y arriba, un goleador que aprovechase lo aprovechable. Y de lo que no, que sacase algo. Ese delantero era Ziganda, que había arrebatado el puesto al eterno Michael Robinson y cerraba las puertas al fichaje Dusan Milinkovic.

FC Barcelona, en 3-4-3: Zubizarreta/ Salva-Serna-Julio Alberto/ Eusebio-Amor-Roberto-Bakero/ Lineker-Salinas-Beguiristain

Osasuna, en 4-5-1: Roberto/ Sánchez-Castañeda-Bustingorri-Pepín/ De Luís-Pizo Gómez-Sola-Martín González-Ripodas/ Ziganda

A su llegada, Cruyff había variado el sistema de primas. Hasta ahí le dejó meterse Núñez, a decidir sobre su pasta. Ya no se darían simplemente por puntos, sino por infinitas variables valoradas subjetivamente por él. Algunas como el espectáculo, el no relajarse, la cantidad de goles… Relativamente, no importaba perder si la labor había sido correcta. Cruyff quería que durante los 90 minutos se disfrutase, se luchase y jugase a partes iguales. Tampoco valía sólo con ganar. El aficionado tenía que acudir al campo. Y al finalizar debía de irse admirando a su equipo fuera como fuese el desenlace. Todo era parte de su filosofía. El resultado tenía que llegar. Al finalizar el encuentro de la jornada 23 contra Osasuna, el entrenador diría que los suyos habían jugado bien y que no estaba descontento con ellos pese a la derrota.

En un básico resumen, lo que pasó fue que Amor abrió el marcador antes del primer minuto de juego completado y Ziganda tardó poco en erigirse héroe de la noche. Para el 7´ había empatado, y mediada la segunda parte, remontado. El Barça, que jugaba sin varias de sus piezas importantes como Aloísio o Alexanco –lo que abrió las puertas a un inutilizado Salva en defensa-, no pudo conseguir el empate pese a estampar dos balones en la madera. El Real Madrid se escapó en lo alto de la tabla, y el Osasuna consiguió el segundo triunfo contra el Barça de su historia –el  primero fue sólo un año antes-. Los rojillos acabarían décimos, llevándose Ziganda el recuerdo más indeleble de la temporada.