5 de enero de 2016. Invierno. Una extraña sensación meteorológica invade Madrid, concretamente el Paseo de la Castellana. Para unos hace frío; otros afirman sin dudarlo que el sol brilla y calienta a pares iguales. Ciertos madrileños sienten cómo el viento cala en sus huesos y congelan su cuerpo, en cambio algunos madridistas reciben los rayos de luz como si de una bendición se tratase. Al Santiago Bernabéu entran todo tipo de personalidades: directivos del Real Madrid, periodistas, cámaras, miembros de la seguridad, entre ellos hay una familia francesa que también accede al estadio madridista. Parece que son de esos que tienen calor.

Comienza el acto del presidente blanco. Florentino Pérez compadece ante una marabunta de prensa, pero no parece nervioso. Tampoco parece que vaya a prolongar mucho su intervención. 22 segundos tardó en anunciar lo que todo aquel allí presente esperaba escuchar: “Hemos tomado una difícil decisión, como es resolver el contrato de Rafael Benítez del primer equipo. Estamos ante un magnífico profesional y una gran persona, quiero agradecerle su trabajo estos meses. La Junta Directiva ha decidido nombrar entrenador del primer equipo a Zidane”. 

Un año y tres meses después, esa vehemencia que invadía mi cuerpo no se ha apagado, pero el tiempo me ha ayudado a comprenderla. En estos casi 500 días, Zinedine Zidane ha logrado hazañas que muchos otros se marearían con tan solo pensarlo. Récord de partidos sin perder, mejor estreno de un entrenador del Real Madrid desde 1959, primera persona en conquistar Mundial de Clubes como jugador y como entrenador… y lo mejor, a los cuatro meses de ser nombrado técnico blanco, Zizou ya había conseguido la obsesión del aficionado madridista: la Champions League. Pero todo esto me deja una sensación extraña. Siento que Zidane no ha sido el artífice del éxito madridista. O sí lo ha sido, pero no de la manera que se cree.

Es innegable que algo ha cambiado desde que el francés se erigió como entrenador del Real Madrid. La apatía que transmitían los jugadores ya no está, el juego insulso y desganado que proponían cuando era Benítez el encargado de dar órdenes desde la banda ha desaparecido, no hay duda. Pero no creo que haya sido el Zidane entrenador con sus tácticas innovadoras el que ha provocado esta revolución, sino más bien el Zidane persona.

Los futbolistas del Madrid siempre han sido (y espero, siempre serán) superdotados futbolísticamente. Los mejores jugadores de la época durante casi toda la historia del deporte rey han militado en el equipo blanco y como buenas estrellas, son especiales. Más allá de los conceptos posicionales, el esquema de juego y todos los modelos tácticos existentes, la fórmula del éxito que ha aplicado Zidane es él mismo.

Mientras que Rafa Benítez buscaba convencer sin éxito a través de enrevesados conocimientos teóricos de fútbol a sus jugadores, a Zizou le ha bastado con aparecer en el vestuario, decir ‘qué tal, soy vuestro nuevo entrenador’ y desplegar esa sonrisa cautivadora para encandilar a los que quince meses más tarde tan sólo han perdido cinco partidos. El francés ha sabido impresionar a su plantilla por ser él mismo, una leyenda del fútbol. Su carisma ha sabido reconducir a un equipo que parecía haber perdido el norte de la temporada y guiarlo hacia el éxito, un éxito que se ha traducido en tres títulos y uno de los mejores ratios de victorias de la historia del club.

No intento desprestigiar el indudable trabajo del cuerpo técnico blanco en cuanto a la preparación física y táctica del equipo vanagloriando lo que el entrenador ha conseguido transmitir a los jugadores, pero realmente creo que el carácter de Zidane es el verdadero secreto de lo que ha conseguido y seguirá consiguiendo el Real Madrid. Él y su personalidad son los culpables del calor que yo y todo el madridismo sentimos.