Hacía muchos años que Zorrilla no se aburría. En los buenos tiempos, mientras se defendía estoicamente la plaza en Primera, el aficionaba apretaba lo que fuera necesario, como tan acertadamente relataba el humorista Leo Harlem, animaba todo lo que podía y, lo más importante, comprendía que a veces tocaba pelear, ser inferiores al rival y la derrota se aceptaba si el de enfrente era mejor. Qué se le va a hacer, decía el resignado asistente al estadio.

El panorama cambia un poco en Segunda. En esta división, los castellanos son por historia, recorrido, nombre y plantillas uno de los oponentes a temer en cuenta. Los de blanco y violeta llegaban a la categoría de plata con una proposición muy clara: volver a la élite. Para ello, les tocaba llevar la iniciativa. Fuera de casa intentaban rascar todos los puntos posibles, ya que los desplazamientos no se hacían solo por el paseo de la hora de comer y por recorrer los hermosos cascos históricos de las urbes españolas.

En casa, la avenida del Mundial 82 no era sino un fortín. A veces se empata y a veces se pierde, ya que el Real Valladolid no es el Brasil del 70', si bien los hinchas acudían a su estadio sabiendo que no se iban a aburrir, que de una manera mejor o peor los suyos batallarían por los tres puntos e intentarían merecerlos, algo que también valoran aquellos que verano tras verano reservan, bajo un buen pico económico, un asiento en su feudo.

El Pucela ha claudicado 

Lamentablemente, eso ya pasó. Este Pucela ha claudicado y ha perdido el más mínimo atisbo de personalidad. A domicilio, los de Garitano-Portugal-Alberto han sido un chiste, un invitado de lujo para los adversarios, una buena comparsa para que las distintas aficiones locales se lleven un alegrón cortesía de Valladolid. En casa, lo mismo: Ya que los rivales se toman la molestia de subirse al autobús, a la plantilla le debe parecer de mal gusto cometer la tropelía de derrotarlos y que el pobre visitante se coma una serie de horas en la carretera con la amargura de haber perdido.

Una final a medias

Los preámbulos de la llegada de Albacete a la capital de Castilla y León pintaban el partido como el partido. Cierto es que de haber caído los pucelanos hubieran visto demasiado de cerca el pozo a la desaparición en forma de 2ªB, pero el cansancio de los aficionados hizo que ni con dos entradas de regalo el Nuevo Estadio José Zorrilla presentara el aspecto desangelado de siempre, si acaso con algún esporádico aficionado más.

El Real Valladolid comenzó el choque con cierto ánimo, como si al fin fueran conscientes del escudo que corona su pecho. Suficiente para, ante una defensa albaceteña propia de los alevines que semana tras semana se inician en esto del fútbol, Roger, de lo poco decente el sábado tarde, cediera a Óscar el gol que podría tranquilizar a sus parroquianos.

Tras la diana local, el bodrio. Los castellanos se dedicaron a sestear, a ir acercándose al área de Kepa y olvidar la del Albacete, que sin mucha capacidad ofensiva amagó con darle un disgusto a los semimasoquistas que se sentaron en su querido asiento. El aburrimiento antes mentado imperó durante el resto del partido, solo interrumpido por el típico berrinche ante la labor colegial o hacia algún oponente agresivo. Con un equipo rendido, sin alma ni personalidad, la afición se hartó pese a que el marcador, tras siete semanas, era positivo para los suyos.

Por primera vez en mucho tiempo, Zorrilla se aburrió

Los silbidos atronaron a los once jugadores, once futbolistas que se encuentran en dos grupos: los que no han sabido desempeñar sus mejores artes, si bien atesoran calidad y capacidades suficientes; y a los que poco más se puede pedir, que no son pocos, ya que la plantilla ha resultado ser descompensada y ha señalado a algunos de sus integrantes, con un nivel impropio de un plantel diseñado para volver a Primera. Como suele ocurrir, lo negativo ha podido a lo bueno y la Segunda división volverá a ser cobijo de los vallisoletanos un años más.

Gestos de dudoso gusto

Para redondear lo dramático de la tarde del sábado, a la conclusión de la cita llegó un momento inesperado e innecesario protagonizado por los de pantalón corto y botas de tacos. Tras el protocolario aplauso en el centro del campo a los asistentes, tuvieron la feliz idea de acercarse a los dos puntos desde los que se dirigen los cánticos de animación cuando esos hinchas no caen en el hastío.

Sin negar que esas facciones de la afición merecen cierto reconocimiento, pues hace falta estómago para aporrear el bombo y gritar proclamas proPucela cuando sus jugadores pasean por el césped, la decisión no deja de ser injusta hacia esa mayoría silenciosa que renueva su carnet con más corazón que cabeza. Cierto es que no gritan como los fondos, tampoco portan pancartas de loa, pero sin ellos el club no existiría.

Sin ellos, los salarios de la plantilla no serían tan onerosos como sus cuentas bancarias acreditan. Sin ese padre de familia y sus dos hijos, Zorrilla perdería su alma y su esencia. Zorrilla da cuando recibe. A Zorrilla hay que estimularlo, hay que convencerlo de que vale la pena que toque palmas y dedique su garganta a seguir los cánticos que los mencionados grupos de animación emiten.

Zorrilla es justo, con la justicia que caracteriza a los pacientes castellanos. ¿O acaso no se despide a Álvaro Rubio con aplausos cuando encamina el banquillo? Como merece reconocimiento, se le otorga, es bien sencillo. Tampoco se puede decir que no se celebran los goles, pues pocas cosas hacen más felices a los aficionado que ver el éxito de los suyos dentro de un severo modelo de justicia. Si un equipo con la solera del Real Valladolid es dominado, con el agravante de jugar ante público propio, por un inofensivo Albacete, es justo que tras un año de sinsentidos y despropósitos los jugadores reciban la crítica de la grada. Habría que cuestionarse a quiénes les duelen más los pitos.