Los Misterios y sus raíces
Una representación de los Misterios de Eleusis. Fuente: Creative Commons

El término Misterio proviene del latín Mysterium y del griego musterion, y significa “secreto, rito o doctrina”. El seguidor de un Misterio era llamado un mystes, “que se ha iniciado” (de myein, cerrar), una referencia al secreto – el cierre de los ojos y la boca – ya que únicamente al iniciado se le permitía observar y participar en los rituales. De esta forma, podemos catalogar el culto mistérico como aquel que, frente a los distintos cultos nacionales, venía a satisfacer las necesidades espirituales de aquellos devotos que no se sentían identificados con la ortodoxia impuesta por las clases dirigentes. Respondía a la llamada íntima de un tiempo en el que el ser humano se sentía y sabía parte del todo e igualmente a los deseos individuales de cada cual que buscara respuestas que no podía encontrar en los ritos oficiales, carentes en su mayoría de significados trascendentes y enraizados en la costumbre. El mystes recibía información y formación intelectual, emocional y física, al ser parte activa del drama representado. Así, se convertía en el dios o héroe de su propio camino iniciático.

Si nos detenemos un momento en observar la estructura de esos cultos, se puede vislumbrar una equivalencia clara con multitud de ritos practicados en el pasado o en el seno de las modernas sociedades secretas, tan dadas a convertirse en estandartes de un legado que ha traspasado las barreras del tiempo. Como los cuentos populares que todos conocen y que tuvieron su origen mucho tiempo atrás – en un tiempo indeterminado y que podría fijarse en cientos e incluso miles de años, según qué prototipo de historias – los misterios tienen, en su mayoría, una serie de elementos comunes, que le dan un sentido metafórico y a la vez fácilmente accesible en cuanto a su sentido a todos los oyentes.

En primer lugar tenemos al héroe, de cualquier estrato social, que se identifica con los receptores de la historia o con el lugar donde se narra. Tenemos también un ambiente fantástico o mágico, donde nuestro protagonista se adentra tras abandonar su lugar de origen, debido a una circunstancia que le ha obligado a partir en esa búsqueda. Esos lugares de ensueño están poblados por seres imaginarios, un rico bestiario que incluye a los legendarios dragones, duendes o brujas. Llegados a este punto, nuestro héroe debe superar una serie de pruebas que le hagan valedor de la victoria. Estas pruebas pueden ser de índole guerrera (batallas contra seres mágicos) o pueden tener que ver con algún tipo de labor a cumplir (muchas veces agrícola). Una vez superados los trances más o menos complicados por los que pasa, el héroe regresa victorioso al mundo cotidiano. Este regreso viene de la mano de una recompensa mayor, como un matrimonio con una amada idealizada o una princesa de un lugar lejano. La entronización del protagonista en su propia tierra o en un lugar fantástico es un hecho que se suele repetir en bastantes ocasiones.

Si se añaden otros elementos bastante comunes en estas historias tendremos una imagen muy clara de aquellas recordadas y añoradas noches de la niñez, cuando los padres leían cuentos antes de dormir. Los palacios de cristal, torres de oro o cabañas de chocolate forman parte de una arquitectura imposible y a la vez tan rica en simbolismo con el que entretener e instruir a los oyentes en los saberes ocultos en los relatos. Los lugares prohibidos, donde los personajes no pueden acceder a menos que cumplan algún requisito o que tengan permiso de alguna entidad mágica. El origen del protagonista, cuyos padres son unas veces reyes, otras animales o seres míticos. De esta forma, se enmarcan unas claves arcaicas transformadas en tiempos recientes para poder llegar a las nuevas generaciones, quizá menos capacitadas para entender el lenguaje secreto de las grandes revelaciones.

Los héroes se convirtieron en el verdadero escalafón intermedio entre dioses y humanos, sobre todo si hablamos del mundo clásico. No son propiamente hombres, ni tampoco dioses, por lo que han podido participar de ambas naturalezas, divina y humana. En Grecia – que llevó a su máximo desarrollo la definición de semidios – hubo un gran debate sobre la verdadera naturaleza de estos seres. Para algunos, los héroes eran difuntos que habían adquirido poderes comparables a los de los dioses, por lo que podían llegar a influir en el devenir humano. Por otra parte, había otros que defendían la esencia divina de los personajes heroicos, que por circunstancias poco claras y por el paso del tiempo habrían descendido en el rango de los seres superiores. Aun así, representan lo que para el resto de los mortales es inalcanzable. Sus figuras suelen ser civilizadoras y presentan rasgos físicos que se asemejan al ideal de belleza de las diferentes épocas, aunque no faltan ejemplos de deformidades. El carácter local de algunos héroes les lleva a identificarse con su mítico creador, aunque también los había que no eran censados en ninguna ciudad o polis concreta. Más allá de estas consideraciones, lo que está claro es que el rango de héroe podía ser otorgado a todos aquellos que lograran una proeza que fuera considerada como improbable por sus conciudadanos.

El legado a través de las generaciones de los relatos míticos y heróicos contados de forma casi idéntica deja entrever una certeza escondida en la mente colectiva. Esta nos habla de la existencia de ciertos seres superiores que vivían protegidos del resto de la comunidad, ocultos a primera vista y formando una sociedad paralela. En ocasiones especiales, estos grupos permitían el acceso a sus misterios a una serie de elegidos, neófitos, que podían interiorizar unas enseñanzas que posteriormente podían usar por el bien común. Por supuesto, previamente debían enfrentarse a las pruebas que los maestros ocultos les planteaban para probar su valía. A la mayoría sólo se les enseñaba el aspecto laboral de sus secretos, pequeñas pizcas de un saber mucho más profundo. Era a estos neófitos y futuros miembros de las sociedades ocultas a los que se les mostraba la vertiente teórica y científica de las enseñanzas atesoradas por los viejos maestros. A pesar de que a través de las eras las mayorías han intentado tener acceso a estos secretos, formando pseudogrupos pretendidamente mistéricos, con un halo esotérico propio según las necesidades de cada grupo concreto, no se deben confundir con los grandes iniciados de la Antigüedad.

Orfeo, en El Maestro, de Luis de Milán (1536), tocando una vihuela en vez de la clásica lira. Fuente: Creative Commons.

La raíz primera

El culto mistérico supuso el intento premeditado de vuelta a las raíces naturales de muchos incorformistas en el seno de las religiones institucionalizadas, cuya ritualística estaba fuertemente desarrollada y monopolizada por la jerarquía espiritual, que dejaba poco margen de participación a los devotos, que ya no comprendían el sentido último y trascendente de la ortodoxia.

La humanidad ha sentido la necesidad de buscar su identidad y su verdadero ser más allá de las confesiones más cercanas a su entorno vital. Las formas de entender la espiritualidad provenientes de Oriente han tenido un éxito innegable, aportando alternativas desconocidas hasta entonces por muchas. La gran diferencia entre las grandes instituciones religiosas occidentales y las confesiones de Oriente es precisamente el nivel de participación del devoto y su carácter más íntimo, alejado de imposiciones y actos que se repiten hasta la saciedad.

Las promesas escatológicas de las religiones salvíficas – promesas de una vida futura mejor si se siguen las leyes impuestas por sus fundadores ideológicos y míticos – distan mucho en su sentido de las arcaicas fuentes mistéricas, que permitían a los adeptos encontrar y en cierta forma hallar su propio sentido de trascendencia tras la muerte. Frente a todo esto, los grandes misterios nunca pretendieron convertirse en movimientos nacionalistas e institucionalizados, ni impusieron a sus seguidores el seguimiento de unas prácticas que les ataran de forma profunda a ellos. Más bien respondían a la necesidad íntima y personal de cada persona que acudía a ellos de buscar un sentido profundo que respondiera a sus hipotéticas preguntas, que no fueron satisfechas por sus afiliaciones religiosas previas.

La pretensión última del culto mistérico era preparar al adepto para que su mente vislumbrara un conocimiento por otra parte indescifrable. No se desvelaban verdades ocultas, sino que era el propio participante en los ritos el que sentía en su espíritu la conexión con esa verdad, que nadie le podía imponer ni enseñar. Es uno mismo el que debe hallar las respuestas a sus grandes preguntas, sin que nadie se las quiera imponer en base a férreos procedimientos.

Fuentes:

- Blázquez, José María; Martínez–Pinna, Jorge y Montero, Santiago: Historia de las religiones antiguas: Oriente, Grecia y Roma. Ediciones Cátedra, 2014.

- García Atienza, Juan. Los Santos imposibles. Martínez Roca, 1989.

- Gimbutas, Marija: Las Diosas y Dioses en la Vieja Europa. Siruela, 2013.

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