Las penurias de Catalina de Aragón
Retrato de Catalina de Aragón/ Fuente: vidasfamosas.com

Nieta, hija, tía y madre de reyes, Catalina de Aragón y Trastámara (1485-1536) había sido educada desde la cuna para ser portadora de la corona de algún importante reino. Su valentía y dignidad atravesó fronteras y, para lograr sus objetivos, debió someterse a las más duras penurias que una reina podría soportar.

Los reyes católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón,  fieles a su política de alianzas matrimoniales concertaron el matrimonio de su quinta hija, Catalina de Aragón con Arturo de Gales mediante el 'Tratado de Medina del Campo'. El príncipe, hijo de Enrique VII, heredaría la corona de su padre y confirmaría el legado de la casa Tudor en Inglaterra. El rey inglés recibió la mitad de la dote acordada tras el enlace, sin embargo el pago nunca se llegó a completar debido a un  terrible suceso: Arturo falleció al contraer unas fiebres a las que Catalina sí logró sobrevivir. Desde ese momento su vida se convirtió en un infierno.

La viuda se quedó a vivir en Inglaterra tras concertar un nuevo matrimonio. Catalina se desposaría con el hermano menor de Arturo, el futuro Enrique VIII (1509-1547). La boda se celebró una vez que el príncipe de Gales fue coronado, siete años después de la muerte del primogénito. Aunque la historia ha traído hasta nosotros las penurias que padeció durante sus últimos años de matrimonio con Enrique VIII al enamorarse el monarca de Ana Bolena, los años posteriores a su enlace tampoco fueron gratos para la castellana.

La muerte de Arturo convirtió a Catalina en una princesa viuda de 16 años.

Esos siete años fueron para Catalina una dura prueba de dignidad y honor a los que la hija de los reyes católicos no renunció en ningún momento. La mujer quinta hija de los reyes católicos se vio obligada a tratar con la tacañería de su padre que no aceptaba la devolución de su hija a tierras castellano-aragonesas. Los primeros meses de viudez transcurrieron con cierto sosiego, disfrutando de la generosidad de Enrique VII y viviendo en la Corte inglesa, donde Catalina contaba con numerosas amistades. Pero otra muerte volvería a jugarle una mala pasada. Isabel de York, esposa de Enrique VII, fallecía diez meses después de enterrar a su hijo Arturo y, solo una semana después de dar a luz a su séptimo retoño, una niña llamada también Catalina que siguió los pasos de su madre a la tumba.

Garret Mattingly insiste en su libro “Una princesa española” que la mayoría de los historiadores señalan un cambio de actitud en Enrique VII tras la muerte de su esposa. La partida de Isabel de York suponía que solo habían sobrevivido cuatro hijos del matrimonio, tres de ellos niñas y que el futuro de la familia Tudor dependía de un niño de 12 años, Enrique. Estos acontecimientos empequeñecieron la figura del monarca y tornaron su espíritu y acciones más mezquinas.

Cuatro meses después se firmó el Tratado matrimonial, el 23 de junio de 1503, por el que Catalina se casaría con Enrique a la edad de 15 años, aunque debieron pasar algunos más. El tratado recogía que la princesa debía permanecer en Inglaterra y permanecer casta hasta sus próximas nupcias, además viviría de una subvención otorgada por Enrique VII que le era insuficiente. Con respecto a las joyas y dote que había presentado Catalina, sus padres le prohibieron utilizarlas.

Según Mattingly, “en 1502 sus padres le habían dicho brutalmente que debía aceptar cualquier subsidio que Enrique tuviera a bien darle; no enviaron dinero para hacer más llevadera esa aceptación y rechazaron tajantemente la sugerencia de que se le permitiera empeñar parte de su plata para satisfacer a los acreedores y pagar los salarios de su séquito, que llevaban un año de retrasos.” Su situación financiera no le permitía ni siquiera pagar a sus damas de compañía una dote para que contrajesen matrimonio con cortesanos ingleses interesados en las castellanas.

Según las crónicas, sus vestidos estaban raídos y comía pescado mal sazonado

Una nueva muerte volvió a empeorar la situación, esta vez fallecía su madre, Isabel la católica, dejando en manos de un tacaño y temperamental Fernando de Aragón el futuro de Catalina. Las consecuencias fueron fatales para la princesa, Enrique decidió cortarle la subvención y  Durham House, lugar en el que residía, se sumió en la pobreza y necesidad. Según las crónicas vestía trajes raídos, al igual que sus damas y comía pescado mal sazonado en cubiertos de plata.

Los desplantes llegaron a ser tan graves que el mismo Enrique en la celebración de decimocuarto cumpleaños renegó de su futura esposa, exigiendo que su compromiso fuera cancelado. La relación con su padre Fernando tampoco prosperó en lo personal ya que apenas mantenían correspondencia y la responsable de Catalina, Doña Elvira, tampoco veló por sus intereses en la corte.

Hasta cuatro días antes de la coronación de Enrique VIII, la princesa española no se desposó con el príncipe que había estado esperando los últimos siete años de su vida. Y, aunque los primeros años transcurrieron felices, según las crónicas que han llegado hasta nuestros días, la alegría conyugal se vio trastocada por los devaneos del rey y el enamoramiento de Ana Bolena a la que el monarca convertiría en su segunda esposa.

Sus últimos años los pasó confinada en el castillo de Kimbolton, alejada de toda la suntuosidad con la que habían soñado para ella sus progenitores y falleció en 1536 sin renunciar al título de reina y siendo protagonista del mayor cisma católico en la edad moderna.

Catalina fue la prueba de que el poder no residía en la riqueza sino en la paciencia y la capacidad para adaptarse a cualquier situación e incluso si era necesario bailar en la corte con las ropas raídas.

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