Vírgenes que batallaron contra la media luna
María rezando, por Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato. National Gallery de Londres (1640-1650)

A pesar de que suene a cuento, existen tradiciones y leyendas que tienen a tan sagrada figura como protagonista, en una faceta nada común. ¿Qué decir de María? Despierta admiración y devoción por todo el mundo, contando con miles de advocaciones y fieles que lloran ante cualquiera de sus representaciones. Piadosa siempre ha sido, pero también guerrera, como estamos a punto de ver. Y es que una madre siempre es de armas tomar cuando debe defender a sus hijos. Hay varios casos dignos de mención y entre ellos está el de la génesis del escudo de Olmedo, localidad vallisoletana que no escapó a la ira del sable sarraceno.

Todo comienza cuando Silvestre, discípulo del apóstol Santiago, llega hasta Olmedo en el siglo I con una imagen de la Virgen bajo el brazo. Centurias después la misma talla fue escondida antes de que el caudillo Aventaje tomara la plaza por la fuerza. Entra ahora en acción el rey castellano Alfonso VI (1072-1109), que llega al lugar para defender la unidad y la fe de su pueblo. Las negociaciones entre monarca y caudillo fueron infructuosas, por lo que la batalla se antojaba inevitable. El campamento castellano se instaló frente a las puertas de Olmedo, y Alfonso trataba de conciliar el sueño para coger fuerzas de cara al cruento cruce de espadas que se avecinaba. Era imposible pegar ojo, así que decide pasear por los alrededores para reflexionar. Sumido en sus oscuros pensamientos, Alfonso no era consciente de que estaba a punto de darse de bruces con el misterio.

Una intensa luz pareció borrar todo lo que se encontraba en torno al rey, que quedó momentáneamente cegado. Un trono alado apareció de la nada, y en él se sentaba orgullosa María, que se presentó como la Soterraña y aseguró que ayudaría al atormentado rey a triunfar. Sobre la divina majestad Alfonso pudo leer un mensaje que a buen seguro le desconcertó: allí estaban las palabras Impasibilidad, Claridad, Sutileza y Agilidad. El efecto que este hecho tuvo sobre Alfonso no pudo ser más beneficioso, pues sirvió para que ni el valor ni las fuerzas decayeran y Olmedo fuera reconquistada en 1084. «¡La Virgen de esta tierra nos protege!», gritó el castellano durante el asalto.

Hubo incluso un epílogo para este episodio, pues la luz que se presentó ante Alfonso VI también acertó a iluminar un pozo cercano. Varios mozos se lanzaron a explorar el agujero, del que surgió la efigie de Silvestre. Como ocurre casi siempre, la revelación tiene como resultado la construcción de un santuario en recuerdo de tan señalada fecha. El escudo de Olmedo también tiene presente lo sucedido en el siglo XI, pues Alfonso VI colocó en él cuatro flores de lis y una estrella en agradecimiento a la Estrella Celestial María Santísima que tanto había hecho por ellos.

El primer rey de Asturias fue Pelayo, de quien se dice que estuvo presente en la batalla de Guadalete de 711 en el bando cristiano y que escondió el Arca de la Alianza en el Monte Sacro (Oviedo). Organizó varias escaramuzas contra los moros, en lo que serían los primeros coletazos de la Reconquista. El caudillo Alqama entró en sus dominios y sometió a sus habitantes a una larga campaña de desgaste, no permitiendo que estos se pertrecharan cuando sus recursos menguaban. Ya que eran muy inferiores en número, Pelayo optó por retirarse hasta Covadonga – Cueva de la Señora o Cueva Honda – para resistir el ataque el máximo tiempo posible.

El conflicto llegó a su punto culminante el día 28 de mayo del año 722. La Batalla de Covadonga sigue puesta en duda por algunos historiadores, que se agarran a las varias exageraciones que se pueden leer sobre ella en la Crónica Alfonsina. Para muestra un botón: el contingente musulmán contaría, según la fuente nombrada, por 187.000 sujetos, número a todas luces exagerado, a sabiendas del gusto de la Iglesia por inflar las cifras. Para mayor esperpento de nuestros lectores, de todos esos hombres perecieron 124.000 infelices. Un oportunísimo alud sesgó la vida de aquellos que huían despavoridos tras ver como la Santa Cruz en unas versiones o la Virgen de las Batallas en otras aparecía en el cielo y decantaba la balanza a favor del primer rey asturiano.

Don Pelayo en la batalla de Covadonga. Detalle del folio 23 recto del manuscrito 2805 de la Biblioteca Nacional de España.
Don Pelayo en la batalla de Covadonga. Detalle del folio 23 recto del manuscrito 2805 de la Biblioteca Nacional de España.

 

La localidad cacereña de Arroyo de la Luz cuenta con su propia leyenda mariana, acuñada en el Diccionario Geográfico-Histórico de España de Pascual Madoz e Ibáñez, publicado a mediados del siglo XIX. Todo sucedió en el mes de abril de 1229, en el paraje conocido como Los Moros. Allí había una encina de gran tamaño, La Bandera, que fue testigo de una tremenda pelea entre moros y cristianos.

Quiso la providencia que la Virgen tomara partido por el bando fiel a su causa, y lo logró al hacerse corpórea sobre La Bandera. Como no era menester tomar un arma entre sus inmaculadas manos, hizo uso del siempre efectivo recurso de la luz, que cegó a los paladines de Alá durante un margen de tiempo suficiente para que los cristianos retomaran la ventaja y lograran una sólida victoria. Desde aquel momento los habitantes de Arroyo de la Luz tienen como vecina destacada a Nuestra Señora de la Luz.

No todo aquí es sangre y venganza. Hay veces que parlamentar con el teórico enemigo surte efecto, como en el siguiente caso de la crónica extraoficial de la historia. Desfila ahora por estas páginas el príncipe Alí, hijo del rey de Toledo Al-Mamún, que derrotó a un buen número de espadas al servicio de Dios en Guadalajara, más concretamente en el valle de Solanillos. El príncipe hizo un alto en su camino de regreso a casa por culpa de una cegadora luz que descendió del cielo hasta colocarse en una higuera. Una Señora emergió de entre los potentes rayos, y rogó a Alí que liberase a los prisioneros que había hecho tras la batalla anterior. Además le convenció de que debía renegar de su falsa fe y abrazar la verdadera, bautizándolo tras el sí tan grande como una catedral que debió recibir por respuesta. Y es que no era para menos. Era la Señora en persona quien hacía la petición, y no creo que sea nada fácil negarle algo.

Antes de marcharse de forma tan rocambolesca como había aparecido, la Virgen dejó allí otro de sus retratos en miniatura, y esta es Nuestra Señora de Sopetrán, que fue protegida por el convertido Alí hasta el último día de su vida. Para ello tuvo que renegar de su condición de príncipe, y entregarse a la vida eremítica en el valle de Solanillos, donde aun se conserva su recuerdo, además de a la Señora que descendió sobre una higuera.

Fuentes:

- Callejo Cabo, Jesús y Sierra, Javier. La España extraña, DeBolsillo, 2008.

- García Atienza, Juan. Nuestra Señora de Lucifer, Martínez Roca, 1991.

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