El orden alfabético: el legado de Zenódoto
Representación artística del interior de la Biblioteca de Alejandría, con base en algunas evidencias arqueológicas (O. Von Corven).

Corrían tiempos difíciles en el territorio conquistado por el sin igual Alejandro Magno, quien dejó este mundo con unos escasos treinta y tres años en Babilonia. Tras su muerte – acaecida en junio del 323 a. C. – las disputas entre sus diádocos llevaron a la división total de su Imperio. Casandro, Lisímaco, Seleuco, Antígono y Ptolomeo convirtieron aquel batiburrillo de territorios en algo que conocemos como reinos helenísticos, continuadores de la cultura helenística que Alejandro trató de trasladar a Oriente. El foco de nuestra atención se centra ahora en uno de esos generales y amigos del conquistador, que tuvo a bien convertirse en regente de Egipto. Hablamos de Ptolomeo, quien asumió el poder hacia 306 a. C.

Nuestro hombre era un gran general, pero no conocía las artes del gobierno. En ese momento entró en juego Demetrio de Falero, compañero de estudios del mismísimo de Aristóteles de Estagira en el Liceo. Este sabio, que llegó a ser nombrado líder de la ciudad de Atenas, llegó a Egipto en aquel año 306 y entabló relación con el nuevo líder, convirtiéndose en su consejero. Tuvo el valor de decirle que leyera libros sobre la monarquía, pues ellos decían lo que la gente no se atrevía a decirles a los reyes cara a cara. En un momento incierto convenció a Ptolomeo de la conveniencia de fundar un edificio dedicado al saber, que se levantó como un anexo al palacio real de Alejandría, fundada por Alejandro en el 331 a. C. Ese fue el génesis de la gran Biblioteca de Alejandría, que pronto se llevó de volúmenes venidos de todos los rincones del mundo conocido, gracias a la gran inversión de Ptolomeo I Sóter y de su sucesor, Ptolomeo II.

Según nos cuenta Galeno, los Ptolomeos no escatimaron esfuerzos – y dinero, obviamente – a la hora de aumentar el volumen de su biblioteca. Pagaban fianzas para adquirir originales que luego copiaban y devolvían. En ocasiones “olvidaban” devolver el original, quizá tentados por lo valioso del ejemplar. Ejemplos de esta práctica son los originales de Esquilo, Sófocles y Eurípides, entre otros. Se solicitaron originales a Atenas para ser copiados. Pero eran estas copias las que se devolvieron a sus legítimos dueños. El anhelo de Demetrio de Falero y de Ptolomeo I Sóter era llegar a la increíble cantidad de 500.000 obras, cifra increíble a todas luces. Aun así, el número de adquisiciones no dejó de aumentar, trayendo consigo un problema fundamental: ¿cómo organizar toda aquella cantidad de saber?

Muchos ahora señalarán al propio Demetrio como mano organizadora. Pero no. Ni siquiera fue el primer director del templo del saber de Alejandría, pues ese honor recayó en manos de otra figura insigne, Zenódoto de Éfeso. ¿Quién era este hombre? Un papiro encontrado en Oxirrinco – P. Oxy. 1241 – aporta algo de información al respecto. Al parecer, su periodo de actividad osciló entre los años 290 y 270. a. C Mientras que un documento del siglo X incluye una breve biografía del filólogo: se trata de la enciclopedia anónima bizantina Suda – Σοῦδα en griego –, que dice lo siguiente:

 

“Zenódoto de Éfeso, poeta épico y filólogo, discípulo de Filetas de Cos en tiempos de Tolomeo I y primer editor crítico de Homero, también primer director de la biblioteca de Alejandría y educador de los hijos de Ptolomeo”.

 

Nuestro hombre era, en efecto, alguien bien visto por Ptolomeo I, lo que le valió la confianza de Ptolomeo II Filadelfo. Heredero de las intenciones de su padre, el nuevo regente quiso ampliar la fama e influencia de la biblioteca hasta límites inimaginables, y para ello recurrió a Zenódoto. La misión fue clara y concisa: que se ocupara de la biblioteca, además de darle una organización lógica. Allí, como imaginarán los lectores, había de todo: poemas épicos, obras de teatro, tratados de todos los saberes de la época e incluso ejemplares del Antiguo Testamento y otros escritos judíos. En un primer momento, Zenódoto se mostró reacio, pues seguía trabajando en los escritos de Homero. Aun así debió obedecer al faraón, que al fin y al cabo era su jefe y quien financiaba sus trabajos. Imaginen la cara del bueno de Zenódoto cuando vio aquel caos. Ante sí tenía un trabajo que podía ocuparle durante años, quizá durante el resto de su vida.

Para nuestra sorpresa, he aquí que la magia invisible de la inspiración, ese fuego invisible del que nos habla el flamante premio Planeta Javier Sierra, jugó un papel trascendental en esta pequeña historia. Soñó con miles de rollos amontonados en colinas interminables, y de pronto recordó el glosario que elaboró a partir de la obra de Homero. Ahí estaba la clave. En ese glosario agrupó todos los términos arcaicos usados en la obra de Homero según su primera letra. Comenzó con las que empezaban en A, luego con las que comenzaban por B y así sucesivamente. Al despertar sobresaltado y sabiendo que había asistido a una revelación, acudió de nuevo a la biblioteca. Reunió a su grupo de trabajo en el interior de la insigne Biblioteca de Alejandría, y dio comienzo a la labor de su vida.

"Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su autor."

Dicho y hecho. Todos los trabajadores allí reunidos se esmeraron en agrupar los escritos. Una tarea titánica que duró años, pero que Zenódoto vio terminada. Gracias a su trabajo y a la misteriosa inspiración, todos los rollos del edificio estuvieron localizables. Este legado ha perdurado hasta nuestros días, pues aun seguimos recurriendo a la organización ideada por el primer director de aquella maravilla tristemente perdida algún tiempo después. La Historia está llena de pequeños momentos reveladores que cambian el curso de los acontecimientos, y mi pretensión ha sido acercarles uno de ellos. Les prometo que habrá más.

Quizá alguno de ustedes aun se pregunte qué pasó con Demetrio de Falero. La suya es una historia que no tuvo final feliz. Cayó en desgracia a ojos de Ptolomeo II Filadelfo, fue desterrado de Alejandría y acabó muerto tras ser atacado por un áspid. Ésta le mordió en la muñeca, y nadie se atrevió a decir si se trató de un accidente, un asesinato o un suicidio. ¿Quién sabe? El mundo tiene estas cosas. Mientras unos reciben fama y gloria, otros acaba sus días en el olvido.

Fuentes:

- Báez, Fernando. Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Ediciones Destino, 2004.

- Posteguillo, Santiago. La noche en que Frankenstein leyó El Quijote. La vida secreta de los libros. Editorial Planeta, 2014.

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