Terry-es por no llorar (Reseña de "La copla negra" de Antonio Álamo)
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Fijando el análisis primero en el plano físico, la escenografía cumple con creces su función, a pesar de la evidente carencia de presupuesto. Con unas simples cajas y cintas magnéticas de otrora películas VHS construyen un ambiente de burdel de baja categoría muy logrado. Es más, algún espectador masculino que acudió en solitario miraba hacia la puerta con temor de verse sorprendido por su cónyuge. Curt Allen Wilmer, al que el invisible banco con el que dialoga José Luis también le negó un crédito, supo sobreponerse al contratiempo con imaginación. El hambre agudiza el ingenio.

La eficiencia también se nota en el vestuario. José Luis, trajeado de chulapo gaditano, rebosa chulería desde la misma elección de su ropa, de igual manera que la vestimenta de sus compadres Lolo y Gallego incita a pensar inevitablemente en asuntos turbios, narcotráfico o proxenetismo. La sordidez de las cabareteras también nace desde el primer impacto visual, aumentando la parodia y decadencia a la que se ven sometidas. Cabe destacar la fugacidad de los cambios de vestuario de las actrices, pasando de mujer a hombre y viceversa en cuestión de segundos, lo que hace plantearse al asistente la pérdida de tiempo que comete cuando se viste la mañana de los lunes en treinta minutos. Dos de estos cambios de ropaje se hacen en escena en una suerte de broma intertextual, y aunque no era necesario y el humor que aporta es nimio, es una licencia aceptable.

Todo parece invadido por un descarnado cromatismo negro

En el aspecto visual, las luces de Miguel Ángel Camacho tienden hacia la oscuridad teñida de leves tonos rojos, potenciando de esta manera el ambiente de lupanar propicio para el espectáculo. Sin contar estos detalles en rojo, todo parece invadido por un descarnado cromatismo negro: del título al humor, sin olvidar la ropa interior de las “cantantes”, de luto por ellas mismas, comparten color. Es tal la negrura del humor, que de no ser por estar en boca del gracejo andaluz, hubiera caído con mucha probabilidad en la obscenidad. El lenguaje soez, popular en grado superlativo, incluyendo reiterados refranes y construcciones comparativas, no molesta gracias al acento. Podría pensarse que este argumento es baladí, pero basta imaginar un fragmento de texto pronunciado por un norteño autóctono y que los oídos pidan clemencia.

El humor impregna el transcurso de la trama, pero únicamente durante el primer tercio consigue mantenerse en un punto álgido. A partir de entonces, sin el factor sorpresa, la solvencia humorística avanza hacia su ocaso. Carcajada inicial, sonrisa durante el ecuador y tedio final. El autor debería haberse aplicado el “gag” de los recortes y haber usado la tijera en el texto, puesto que la excesiva duración lastra las últimas escenas. Solamente como estandarte, el etílico deambular de Sebastiana -aunque no exento de belleza artística- y algunas de las conversaciones de los personajes masculinos no aportan sustancia a la trama.

Las tres Chirigóticas se merecen el apelativo de sostén de la obra

En una obra de anti-héroes y villanos, las actrices se enfundan la capa y el antifaz de heroínas en base a la multiplicidad de papeles que otorgan enjundia al espectáculo. Sin la profundidad de sus actuaciones, su vis cómica y su carácter camaleónico, la obra hubiera naufragado sin remisión. Alejandra López alcanza la sublimidad con su papel de José Luis hasta tal punto, que en la escena en la que Sebastiana implora un cambio de sexo, podría haberse limitado a aprender la lección que imparte Alejandra con su travestismo. Atrás pero cerca quedan Ana López Segovia y Teresa Quintero con sus respectivos roles masculinos. Es de loar el particular caso de Teresa en el que llega a la triplicación de personajes (Mari Carmen, Manuela, Lolo), a los que consigue definir con matices diferentes. Sin duda, las tres Chirigóticas se merecen el apelativo de sostén de la obra. Es tal su capacidad interpretativa que lleva a pensar que se podría haber prescindido de uno de los dos acompañantes masculinos de José Luis, puesto que la camaradería intrínseca de ese ambiente hubiera quedado suficientemente retratada en singular. Sin embargo, la interpretación embelesa a tan alto nivel que si solamente se utilizó un personaje de escaparate de la actriz, bendito sea.

Pócima de elementos

La voz y el tono empleado en las partes melódicas se posan con dulzura en el oído, a pesar de las soeces letras a cargo de la propia Ana López Segovia. En algún tramo de alguna canción olvidada se conserva un hilo de estridencia, pero de manera premeditada. El mayor error en el que incurren los textos cantados es que producen una ruptura en la trama cada pocos minutos, extrayendo al espectador de una historia en la que empezaba a residir. Esta distracción, sumada a la incoherencia de algunas letras respecto a la lógica de la obra, tilda a ciertas intervenciones musicales de prescindibles. A su favor abogan el humor y la sátira a la que dan vida, puesto que la letra al ser entonada aumenta su comicidad. Cada una de las canciones podría sostenerse en solitario como un “sketch” propio, lo cual no siempre resulta una virtud.

Un tema que queda tocado de soslayo es la crítica social. Las referencias apuntan hacia un gobierno corrupto que obliga con sus decisiones al pueblo a corromperse. Un fuerte sarcasmo provoca la carcajada generalizada, debido a una situación tristemente conocida por todos los asistentes. Quizá se debería haber ahondado en este tema y no solamente haber apuntalado sus cimientos, de manera que son elementos que de nuevo no terminan de conjugarse con otros capítulos de la obra. Asunto similar ocurre con la transgresión a la que aspira la obra. Para que nadie se llame a engaño, es precisa la siguiente advertencia: la obra puede escandalizar a cierto sector del catolicismo más integrista y con razón. Pero apenas se atreve a cruzar el umbral de los tabús, esbozando más que definiendo, sugiriendo más que diciendo. El instinto sí que aparece, eso es innegable, pero la pretensión de transgresión podría radicalizarse unos grados.

Risas en la tragedia

Una teoría nada descabellada sería unir esta falta de transgresión pretendida con las ínfulas de tragedia presentes en la obra y comentar que ambas se ven aprisionadas bajo el peso brutal que adquiere el humor. Las risas infinitas con las que empieza la obra ya no podrán ser acalladas por el tono trágico, ni la transgresión podrá ser tomada en serio. Además, el acento gaditano es incapaz de ser escenario de dramas, como se comenta desde la ironía en la propia obra. De igual manera, mientras la justicia poética pseudo-divina cumple el destino en el escenario, los comentarios de José Luis siguen teñidos de un viento del sur acompañado de jocosidad.

Sublime trío para un relato en el que el espectador no logra sumergirse

Desde la sinopsis, Antonio Álamo alude al carácter experimental de la obra. En efecto, la función tiene mucho de experimento, por lo que muchos de sus aspectos deben ser aún revisados y pulidos. En forma de resumen, es un experimento fallido, pero que roza el éxito de sus aspiraciones, por lo que debe esperarse mucho de esta compañía. Desde otra óptica, que no se consiga una obra redonda no es óbice para disfrutar de un entretenimiento muy elaborado y sobre todo, unas actrices que podrían meterse en la piel de cualquier humano que les plazca. Sublime trío para un relato en el que el espectador no logra sumergirse.

Foto 2: www.cdn.mcu.es

Foto 3: www.periodistadigital.com

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