El lector: `Subsuelo´, de Marcelo Luján
Imagen: Sergio Vicente

“No fue la noche. Ni el verano ni el hielo. Ni los altos árboles que todo lo ven. No. No fue nada de eso”. El lector se ha sumergido a primera vista en el libro. Dos o tres páginas después, ha descubierto que el autor no ha escrito la obra, sino que la ha impregnado de una esencia secreta. Las palabras están ahí, es evidente, pero no son lo importante. Enseguida un recuerdo asalta la mente del lector, que asocia la recién estrenada obra con una película que vio hace poco tiempo. Funny games, murmura. En efecto, la sensación que le produce el primer capítulo es hermana de la que le abordó al ver la película de Haneke. Una realidad casi extrasensorial, donde es más peligroso el pensamiento del que lee o del que mira, que la siguiente escena, que la siguiente línea. Hay algo que late, profundo, en el subsuelo. El lector no acierta a adivinar qué es. Solamente intuye.

En espiral

Entre el baile continuo de la maldad con la inocencia, al narrador se le escapan unas prolepsis descaradas, que enganchan como anzuelos afilados. Sigue latiendo la angustia, el lector no puede dejar de ver, o de imaginarse, entre la maleza de la normalidad, unos ojos que brillan con un destello siniestro. En su paladar se instala una trama pastosa, placentera para el gusto literario, pero la cual va masticando muy poco a poco, mientras deglute su tacto rugoso. Paulatinamente, descubre a los personajes. No le agradan, no le son simpáticos, pero tampoco le son ajenos. Le interesan. Su cercanía le hace tragar saliva, puede imaginárselos sentados a su lado. En este punto, el lector empieza a desconfiar del narrador, un mago que solamente enseña el filo de la carta. Nace la ansiedad en él, una violencia invisible le corta el aliento.

No hay salida

El lector, sin saberlo, pasa página y abre la puerta de los horrores. El autor le ha llevado de la mano hasta el límite de la imaginación y, una vez allí, le ha empujado al vacío de lo siniestro. El lector puede que sepa hablar alemán, pero acaba de entender de verdad el concepto unheimlich que acuñó Sigmund Freud. Está perturbado, pero no puede cesar en su lectura. Lee una frase ordinaria, una simple descripción. Va a terminar el capítulo, pero antes de poder hacerlo, una idea asalta su cabeza. Lee la frase de nuevo. Abre mucho los ojos y cierra el libro, casi asustado. La insinuación corre a lomos de un caballo desbocado.

Hormigas. Insectos. Desde los cuadros de Dalí hasta el siguiente párrafo del libro, el lector intuye su recorrido, su putrefacción, su mal agüero. Los hilos que el narrador va tocando forman una tela que atrapa al lector, palabra a palabra. Por eso, cuando el pasado de los protagonistas ficcionales se vuelve corpóreo, la misma sensación acompaña al que lee. Mientras, las revelaciones le continúan helando la sangre. Otra vez está Funny games presente en su retina memorística. La crueldad es dolorosa, es absoluta. Es real.

De nuevo un fin de capítulo. A medida que avanza, el teatral gesto del lector de cerrar el libro y recapacitar se va volviendo necesario. Necesita mascar la información, volver a ejercitar el paladar, saboreando un gusto atroz que deja buen aliento. Aumenta el ritmo arterial del lector, muy acorde con el compás frenético que adquiere la narración. Hay elipsis tajantes, saltos temporales apenas perceptibles, juegos narrativos que hacen del libro un laberinto de espejos, en el que el lector se pierde para encontrarse. Percibe como un halago el reto que propone el autor, un desafío a su inteligencia. Un cara a cara. Porque, aunque lo sepas todo, la sorpresa llega. ¿Acaso no sabía el lector el final que le esperaba Santiago Nasar cuando leyó Muerte de una crónica anunciada? ¿Acaso no quedó boquiabierto por eso?

La negrura adictiva

Quedan pocas páginas para salir airoso del juego planteado. Mas no hay tregua, el texto ahonda en el dolor, cada vez que el lector logra relajarse, una nueva píldora venenosa le aguarda en la siguiente línea. En este punto, ya es adicto. Es adicto a una familia atada a la desgracia, a lo inevitable. A lo que nadie quiere que pase, pero nadie puede evitar. Los ojos leen al vuelo. El vértigo que siente en la boca del estómago es porque sabe que lo peor está por venir. Eso pensará exactamente el lector: "Lo peor siempre está por venir".

Termina el libro. Lo cierra. ¿Lo peor está por venir? El lector aún no lo sabe, pero dentro de unos minutos, cuando salga del salón con dirección a la cocina, verá a su madre. Ella no le dirá nada, o quizá sí. Puede que le diga Hay hormigas en el fregadero. Solo entonces se percatará de que el libro sigue en su mano.

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