'Las brujas de Zugarramurdi': retorno al desmadre
Foto (sin efecto): Universal España

Álex de la Iglesia, niño mimado del cine español en sus inicios, enfant terrible tras su incursión anglosajona con Los Crímenes de Oxford (2008). Sus dos últimos proyectos no convencieron a casi nadie a pesar de que Balada triste de trompeta (2010) sí era una cinta reconocible dentro de su universo. No fue así en el caso de La chispa de la vida (2011), demasiado sosa y obvia para estar dirigida por el atrevido director de Acción Mutante (1993), todavía hoy una película fascinante a pesar de haber cumplido ya la friolera de 20 años. Y de esos dos últimos trabajos, un punto en común: la ausencia de su coguionista habitual, Jorge Guerricaechevarría. No se puede afirmar que haya sido la solución al problema, pero el último De la Iglesia es francamente más reconocible que sus inmediatos predecesores.

Horror gótico y España cañí. Eso es, a simple vista, Las brujas de Zugarramurdi (2013). El caso es que es muchísimo más. Reflejando de pasada (y no de forma evidente como en su anterior película) el panorama desolador que nos acecha cada mañana en forma de impuestos y poderes invisibles, el tándem Guerricaechevarría/De la Iglesia se centra más bien en una guerra de sexos. Las mujeres y los hombres, poderosas y manipuladoras las primeras y torpes y estúpidos los segundos. Pero necesitados los unos de los otros para sobrevivir. O más bien del amor, del respeto mutuo, de la ausencia de malicia. Esa reflexión, brillante, planea montada en una escoba durante todo el metraje que, todo sea dicho de paso, avanza veloz.

Los protagonistas son unos atracadores de poca monta que huyen a Zugarramurdi, pueblo casi fronterizo con Francia en el que se celebraron aquelarres durante la Edad Media. Brujas, brujas. Allí van a parar el jefe de la banda y su hijo (le tocaba cuidar de él) junto a un malotillo de buen corazón y un taxista con pasajero incluido que pasaba por allí. El botín: la caja de un Compro Oro.

La diferencia más notable entre Zugarramurdi y las últimas películas del director bilbaíno es su acidez. Su negrura, su mala baba. Los diálogos fluyen afilados, las risas se suceden y lo delirante toma partido por encima de una denuncia vacua o de flaco poder metafórico. Es ese tipo de película que hace primar el viaje, la experiencia; por encima de cuestiones más sesudas o reflexivas. Y eso que tampoco huye de la tesis. Pero si algo funciona en este filme es su vertiente lúdica.

Claro que el cine de Álex de la Iglesia nos tiene acostumbrados a parajes inestables. La irregularidad dentro del propio relato es algo que siempre ha estado presente en su filmografía. Y este caso no es la excepción. Su último acto abraza el desmadre y fructifica en un desenlace algo descafeinado. Lo que se nos contó con anterioridad, más sencillo y a la vez atrevido, deja mucho mejor sabor de boca. Un Mario Casas soberbio en su vertiente satírica deja paso a un Hugo Silva menos interesante. Y todo se rompe: los efectos especiales abrazan la épica y la pesadilla se le escurre al director de sus ambiciosas manos.

No sería justo quedarse con un valle dentro de una montaña tan rocosa. Álex filma con nervio, compone con ritmo, narra con firmeza. Como nos tiene acostumbrados. La película divierte y apuñala. Las brujas lideradas por Carmen Maura y Terele Pávez, símbolos de la mujer independiente, ponen cuerpo a una idea llena de sanguinarias verdades. Los secundarios, actores todos ellos habituales en el cine de este enfant terrible, le dan vida a una producción que sin duda es rara avis dentro del cine patrio. Espectacular, morbosa, llena de cachondeo. Y terriblemente desmitificadora en cuanto a nuestra sociedad, algo a lo que Álex de la Iglesia ya nos tiene acostumbrados. Pero esta vez sin apenas fisuras, con un guion lleno de genio, con la certeza de que hombres y mujeres necesitan ceder un poco. Aunque sólo sea un poquito.  

VAVEL Logo